Viviana Paletta
Volví por él, le quité la cantimplora, otro machete, poca munición, la foto de Estela y los chiquitos. Cuando nos buscaban sin tiento los helicópteros que pasaban rasando las copas de los árboles, hablábamos, a cubierto y fumando, de la vida anterior, de nuestro trabajo, de sus hijos. Nos reíamos ya de la magra asignación de cada día, hecha de media ración de carne seca y dos galletas. Armaba sus cigarros con destreza de relojero, pacientemente, e hinchaba sus pulmones del pasado. Tenía extrañas creencias. Por ejemplo, que había ánimas antiguas bajo la hojarasca, presencias milenarias que, con su hálito vital, nos impulsaban hacia el porvenir, que nos ayudaban a vislumbrar el futuro. Nosotros lo dejábamos hablar, la frente sudorosa, matando mosquitos. Decía que el diablo estaba en los cruces de los caminos. Por él, evito pisarlos, me alejo de los senderos ya transitados.
No sé si fue un soldado o un cazador furtivo, que huyó con terror. No seguí la huella que él estaba rastreando. Lo dejé apoyado en un tronco, como si descansara sobre su propio pecho, y me sumergí en el monte. Soy la última y estoy perdida. Buscábamos un cerro ineludible, un río caudaloso, que nos sirviera de guía, que despejara un mapa, pero ahora rondo entre pozos, madrejones, arroyos temporales, ojos de agua. Necesito un lugar donde parir.
No conoces a mis hermanas, sus voces cristalinas, su bochinche, ni a nuestros padres, ningún rostro, ni siquiera la voz de tu papá, ni casa alguna, ningún paisaje. La bruma azulada de un útero es tu único refugio. Una caja de resonancia tibia, cuyos ecos únicamente se corresponden conmigo, con mis latidos, el organismo alerta; ninguna otra expresión amada, pero llegará algún día.
El espejito que venía con una colonia que escondí en la mochila ya no refleja apenas, parece contener borrones de musgo, perdió la luz del mediodía; si pudiera verme tocarme la cara, ahora hinchada, acaso con manchas nuevas, la boca más grande, ¿me habrá cambiado la mirada?, reconociéndome con la mano mojada, la otra sosteniendo el peso de mi vientre, el pelo con greñas. Con aspecto de desertora. Pero sólo me quedan las botas de soldado. Cierro los ojos para imaginar agua fría de manantial que cae sobre un rostro encallecido, calcinado. Siempre tengo la mochila cerca de mí.
Cada mañana, en cuanto rompe el alba y se abren hendiduras en mi somnolencia y en la niebla que se queda a ras del suelo, busco el regato, que aparece y desaparece al albur del día; cuando acumula algo de agua me lavo con fruición y prisa. Observo el entorno casi sin pestañear. Y le hablo bajito al bebé, conteniendo las arcadas mañaneras, que no me dan respiro. Recuerdo a mamá y a las vecinas hablando de remedios caseros contra los mareos, la hinchazón de los tobillos, el mal dormir. La poca agua en el cuello, por los brazos, sobre los ojos me concede una tregua, como si me alcanzara una brisa fresca.
Pienso en mi madre, cuando íbamos a ver partir los barcos con esos nombres altisonantes, con su sordo bocinazo: Edith, Lucía, Delfos, Poniente… Se quedaba contemplando las lentas salidas del puerto, el rielar de las altas naves en el agua sucia y espesa hasta que se volvían indiscernibles por la lejanía y el crepúsculo. Mamá no se movía. Mi padre le pasaba el brazo por el hombro, enredada su mano en la tupida melena, y suavemente la traía de vuelta con nosotras que preguntábamos y ella decía no pienso en nada, no se preocupen, chicas.
Volvíamos a casa, después de la pizza y un refresco en el centro, un helado de cucurucho, el vagón que traqueteaba viendo anodinas las estaciones: Avellaneda, Lanús, Banfield… La brisa entraba caliente por las ventanillas, algunos dormitaban, los niños en brazos.
Norberto nos dejó la guitarra. Alrededor del fogón, en los primeros tiempos, se arrancaba por valsecitos, una zamba, el arriero, cuando era noche tranquila, en la lejanía de las patrullas militares. Decía que lo único que le preocupaba era que se había transformado en un guitarrón seco, que dónde estaba el vino. Al principio nos arrancaba una amplia risa, pensábamos en las grandes cosechas venideras, brindábamos con agua tibia y metálica, levantando cantimploras como si se tratara de las altas copas. Luego ya ladeábamos el gesto, simulando sonreír, una mueca sombría a palo seco.
Escribo con lápices de colores. Son los que me dio Nati cuando me fui de casa. A mis hermanas les dije que me marchaba a alfabetizar a un pueblo que estaba lejos, a darles clase a niños descalzos, que no tenían escuela y no saben leer ni sus papás les pueden comprar cuadernos. Lo que podían entender.
Me despedí de todos en la vereda, les dije que volvería en un par de meses, poco más. Mamá tenía los nudillos blancos de apretar un pañuelo, se resignó para poder abrazarme. Del viejo no me despedí, estaba en el taller. Habíamos discutido la noche anterior. Con la mochila a la espalda me puse a caminar, intentando fijar las siluetas de las casas bajas, una calle ancha que se pierde a lo lejos, el traqueteo de los colectivos. Natalia me alcanzó a las tres o cuatro cuadras: traía un librito para pintar todo arrugado por el sudor de sus manos al correr, su ejemplar de primer grado de Campanilla, el que yo le rezongaba porque tenía orejeras, una cajita nueva de colores. Para esos nenes, dijo, yo tengo más.
Ahora coloreo con esos lápices que se fueron descascarillando, que se van quedando diminutos. Pinto, borroneo las ilustraciones sin salirme de la raya, para mantener la concentración y no volverme loca: Hijitus, Larguirucho, Daniel el travieso, Lulú.
A veces mordisquear los lápices atempera el hambre.
Viviana Paletta Poeta y editora. En 1986 recibió el primer premio de Poesía en el I Certamen Literario para la Mujer Argentina y, en 1989, fue seleccionada en cuento y poesía en la Primera Bienal de Arte Joven de Argentina. Es autora de El patrimonio del aire (2003), Las naciones hechizadas (2010 y 2017) y Arquitecturas fugaces (2018). Está incluida en distintas antologías poéticas: VV.AA., Estruendomudo (2003); Rodrigo Galarza, Los poetas interiores (una muestra de la nueva poesía argentina) (2006); Noni Benegas, Poemas y poetas argentinos (2013); Marina Llorente y Marcella Salvi, Activism Through Poetry: Critical Spanish Poetry in Translation (2017); VV.AA., Que apartes de mi cuerpo este cáliz de fuego. Antología poética hispano-brasileña contra la violencia de género y Jorge Coco Serrano y Freddy Ayala (eds.), Amaruka -disonancias de la serpiente-. Poetas latinoamericanos en la Península Ibérica (2021); y de cuentos: Guillermo Samperio, Di algo para romper este silencio. Celebración por Raymond Carver (2005); Carlos Bustos, Cecilia Eudave y Salvador Luis, Antología de seres de la noche (2006); Cecilia Eudave y Salvador Luis, El arca. Bestiario y ficciones (animales de antología por narradores hispanoamericanos) (2007); Clara Obligado, Por favor, sea breve 2. Antología de microrrelatos (2009) y Micros argentinos (2019); José Donayre y David Roas, 201 (2013) e Isabel Cienfuegos y Carmen Peire, Esas que también soy yo (2019). Ha editado y prologado Cuentos completos de Rodolfo Walsh (2010) y Los peligros de Paulina y otros cuentos selectos de Salvador Garmendia (2015).