Bruno Mesa
Si hay algo que caracteriza a la literatura es su inutilidad. Nadie necesita una página para sobrevivir, aunque a veces tenga el aspecto de un salvavidas. La literatura no te cura del mundo, no salva, no perdona, no absuelve, al contrario, la literatura solo tiene sentido cuando cuestiona, muerde, quema, cuando nos autorretrata sin retoques. Llegamos a ella para ver lo que no podemos ver. En ese sentido la literatura es una llama. Nos acercamos a sus preguntas, que a veces queman, porque nos niegan desde la raíz. El mejor libro es el que discute tus convicciones, el que te quita la razón, el libro que propone un desacuerdo. Solo a veces, en la intimidad más desesperada, la literatura se vuelve una medicina contra el dolor, un bálsamo para la soledad moral, una forma de la compañía. Por eso la literatura no puede ser la casa de la verdad, sino la intemperie donde la verdad es una teoría en perpetua revisión.
Esa llama a veces se enciende en los lugares más insospechados. En 1935, bajo la dictadura de Mussolini, frente a su delirio que pretende restaurar el Imperio Romano, con cien mil solados italianos que acaban de atacar Etiopía, en el comienzo de la guerra de Abisinia, Cesare Pavese es detenido en Turín y trasladado a Brancaleone, pueblo calabrés donde debe cumplir una pena de confinamiento. Todos los trabajadores de la editorial Einaudi, entre los que se encuentra Pavese, son animales sospechosos, piensan por su cuenta, critican al régimen y son impermeables a la ortodoxia gubernamental. En octubre de ese año Pavese comienza a escribir su diario Il mestiere di vivere (El oficio de vivir), donde su conciencia se abre sin reparos en la página, donde vemos al joven poeta que se pelea con su oficio, que intenta abandonar el sendero que él mismo ha creado, que se sabe destinado a otros géneros pero teme que ese desplazamiento sea una catástrofe. También leemos al hombre solitario que se hunde en el pantano de la depresión, el hombre que quisiera encontrar en los otros esa dignidad que nos absuelve. Pero el otro nunca se alcanza, nunca llega. El otro es siempre un galaxia remota que se aleja. Los grandes poemas de su primer libro, Lavorare stanca, aún no habían sido escritos en 1935. Esos poemas cambiarían la poesía italiana, entrarían en conflicto estético con los herméticos, con popes como Ungaretti o Montale, y recibirían más tarde el doloroso desprecio de Pasolini, que lo consideraba un hombre correcto en el peor sentido de la palabra correcto, es decir, alguien que nunca propone un desafío, que no arriesga lo suficiente, que solo se adapta. Pasolini era un genio, pero se equivocaba con Pavese, al que no supo leer, al que no necesitaba para su combate permanente, al que no le perdonaba que prefiriera la trinchera ética a la política.
El primer mandamiento de la poesía acmeísta, escrito por Mandelstam, es también una llama. Ese mandamiento exige: “Amad más la existencia de una cosa que la cosa misma y vuestra vida más que a vosotros mismos.” Es una poética, pero también una filosofía. Nos ruega esa ley que atendamos al verbo, al suceso, no a la cosa. Valdría decir que escuchemos lo que nos dicen, no quien lo dice. Atender al texto e ignorar la firma. Valdría también deducir que Mandelstam nos pide evitar toda superstición o afecto por lo material. Por ejemplo, entender una casa como un lugar donde podemos protegernos, donde es posible obtener ciertas comodidades, pero nunca como una propiedad o un objeto digno de exhibición. La necesidad más que el lujo. La función del objeto, no su posesión. Para la vida dedica la misma oposición, y entiende que debe ser defendida, la nuestra y la de todos, y no defender solo la mía o la tuya. Quizá esa defensa le costó la vida al poeta ruso.
En el libro de cuentos El ángel Esmeralda Don DeLillo entiende que un ser humano empieza a serlo cuando asume que hay fuerzas superiores que terminarán por destruirlo. Somos peces minúsculos e indefensos para él: no ver al depredador o a la red no significa que no existan. Esa red invisible que nos atrapa puede ser un temblor de tierra, como sucede en el cuento “El acróbata de marfil”, o puede ser la violencia gratuita en el cuento que da título al conjunto, o la infinita postergación de un vuelo que impide a la pareja protagonista de otro relato abandonar una isla. Puede ser también una guerra, la adicción o el pánico económico. Cuando queremos darnos cuanta ya es tarde: estamos muertos o atrapados. Tampoco es posible anticiparse. Algunos personajes de DeLillo comprenden y se protegen, es decir, se engañan. El resto se abandona.
La dignidad que demuestran los personajes de Don DeLillo siempre es una especie de lealtad psicológica: un último reducto moral, una cámara acorazada del pensamiento frente al huracán, un grieta donde protegerse del azar. Es ahí donde se adensa la literatura, donde prende la llama, en el retrato de seres que la realidad hiere o destruye, pero que ofrecen a esa realidad una íntima resistencia, una batalla que es igual a la vida.
Cada uno de los seres que retrata Andrzej Stasiuk en sus libros son nadie y son Dios. No ignoro que esa afirmación sirve para cualquier ser humano. Da igual si ingresas en su obra por De camino a Babadag o por Cuentos de Galitzia, si prefieres El mundo detrás de Dukla o Taksim, cualquiera de sus páginas, despeinadas y memorables, son una topografía de las debilidades del ser humano, de la fragilidad de nuestras convicciones, de los lanzallamas del deseo y del instinto, de las patologías del abandono en que creemos encontrar un alivio. Stasiuk alumbra en sus personajes la poesía quebrada de lo humano, la sonrisa desdentada de nuestro pensamiento, el perpetuo día de los débiles.
Me detengo ahora en sus Cuentos de Galitzia, un libro cruzado por camiones que se hunden en el limo y fantasmas que arrastran leña entre las montañas; hombres que deambulan por un camino que es una cicatriz entre la nieve; mujeres que siempre se dirigen hacia el mismo lugar angosto, exento de oxígeno, donde fermenta el pasado y un miedo circular termina por derrumbarlas. Un libro que habla de pueblos que dejan un leve rastro de luz blanca en la noche de la carretera, venda en mitad de la nada y sangre coagulada; de bares donde enterrar la paga en aguardiente y escupir palabras recortadas de borracho por las que aletea un tumulto de sueños estrangulados, de sílabas que entrechocan y descienden hacia el vaso que espera.
En los libros de Stasiuk el mundo occidental llega en un goteo ridículo, entrevisto en escaparates que ofrecen coloridas baratijas, suntuosos plásticos y quimeras perfumadas, mostrando a sus protagonistas una ventana hacia una vida remota e improbable. Pero ese capitalismo occidental no le interesa nada al escritor polaco, y prefiere con razón esos lugares donde la vida se deshace para comenzar desde el principio, como si la historia fuera allí el cadáver de un animal que será devorado por los insectos y los buitres y la noche, y pronto volverá a ser tierra y silencio.
El mundo de Stasiuk está en el presente, hundido hasta las rodillas en él, pero en su prosa ese presente se eleva hasta terminar volando. Entonces llega el momento en que no parece que hable de nuestra época, sino de cualquier tiempo y lugar, de cualquier territorio. Esa es la llama que enciende Stasiuk y que no deberíamos ignorar.
No menos irrenunciable es la genealogía del mal que promete Gustavo Faverón en su novela Vivir abajo. El libro del peruano entrecruza los hilos argumentales y las épocas, sigue los rastros del dinero y de la sangre, las autopistas de la demencia y del horror, pero si hay algo que explica este libro, que justifica su prosa desatada y rabiosa, es la sensación de fotografiar lo real como una alucinación permanente, de narrar una escena a través de la ventana sucia y agrietada de una conciencia que nunca está en paz consigo misma, de cartografiar el mundo como quien identifica los escenarios de una pesadilla que lleva repitiéndose demasiados siglos.
Hay un sucesivo e inagotable manicomio en la mirada de Faverón, un hospital que nos comprende a todos, una mezcla de miedo y culpa donde respirar resulta cada vez más difícil. Sería un engaño afirmar que esta prosa distorsione el mundo, que la perspectiva de esta novela sea como un descenso al infierno. No, ese psiquiátrico es la historia de nuestro tiempo, la lenta repetición de celdas y torturas y aberraciones con que hemos defendido nuestras ideas, con que hemos cumplido con nuestros prejuicios. Esa es la llama que enciende Faverón, esa la quemadura.
Bruno Mesa (Santa Cruz de Tenerife, 1975) ha publicado el libro de relatos Ulat y otras ficciones (2007), el volumen de ensayos Argumentos en busca de autor (2009) y el diario romano No guardes nada en tus bolsillos (2015), además de cuatro poemarios: El laboratorio (2000), Nadie (2002), El libro de Fabio Montes (2010) y Testigos de cargo (2015). También ha traducido El diario de Kaspar Hauser del escritor italiano Paolo Febbraro. Poemas suyos han sido traducidos al francés, alemán, griego y sueco.