Gabriela Milone
Reseña de Silencio, exhibición individual de Hernán Camoletto. Galería El Gran Vidrio. Córdoba, Argentina (2019)
Una sala, una escena, un silencio. Todo hecho de vidrio, de papel, de cemento, de acrílico, de tiza, de cadenas. El blanco, el negro y el gris desde el inicio parecen avisar que no forman una gradación, como si estuviéramos afuera de esa polaridad monocromática que, yendo del blanco al negro y viceversa, deja al gris como un resquicio de lo neutro. Algo acá avisa que habría que pensar estos colores (negro, blanco, gris) como si no hubiera más colores en el mundo; así como también y en consecuencia quizá nos invita a pensar la palabra silencio como si no hubiera más que palabras. ¿Un color de no color? ¿Una palabra de no palabra? No todo es tan simple como una paradoja. Y las técnicas emergen, con sus materiales, en la idea que figuran: la sustracción, o mejor, la densidad material de la sustracción. En la técnica de escribir el cemento se asiste a la experiencia del surcado de un canal caligráfico dado en otro tiempo, cuando la superficie estuvo fresca. Así, experimentamos menos la lectura de la letra que la urgencia de la frescura, la locura de la sequedad; en suma, la premura de la letra en el medio de lo que solo puede ser escrito en un lapso de tiempo: sombras, imagen, verdad, palabra.
En la técnica de repujar el papel, de darle relieve desde el reverso, en el cuidado de no rasgarlo, nos encontramos con la paciencia extrema de la planicie, esa u r d i m b r e hecha de riesgo entretejido, y asistimos así a la letra surgiendo en negativo desde su propio fantasma. Al empuñar la tiza en la superficie áspera, esa que se deja escribir en apariencia de pasividad –la tiza marca solo y en tanto que la superficie la gasta– vemos que es menos activo el instrumento que el soporte, así como podríamos decir que es menos el cuerpo el que escribe que la letra escrita la que performa la piel. Y esa inclemencia de la superficie es, sobre todo, la que hace sonar al instrumento: la tiza no solo escribe, también suena, clama. Es la fiesta sonora de la aspereza de las materias que se friccionan.
Sonoridad de las letras, hechura de lo que se gasta, de los instrumentos que se deslizan: palo, punta, mano, fuente, pincel. Nada hace silencio. El silencio está hecho de letras o, lo que es lo mismo, de heridas. Escribir es punzar, rasgar la piel de la materia, papel, cemento, tela, pizarra, vidrio. La película que se rasga por la letra, antes que nada, es un sonido. ¿Imperceptible quizá? Imperceptible, quizá. Pero la letra es un mundo sonoro en sí misma. Y quien escribe habita esos sonidos como ficciones de una piel: expande, contrae, cuelga, aplana, recorre. Pone en jaque la aparente planicie de la letra, porque aquí la letra tiene la densidad y el volumen hecho de hendiduras y relieves. Y su espesor de sentidos flotantes se mide en la repetición ecolálica de un silencio que grita, de cadenas enlazando significantes fantasmales que a su vez acoplan eslabones rotos de una lengua en apariencia de lengua.
Más que muerte, más que silencio, más que ausencia, aquí el montaje se produce entre la sustracción y la exención: lo que se sustrae está exento, se ha liberado del interdicto de la significación, de la ley de los signos útiles, del mandato de los gradientes del color. Exentas de los lazos fantasmales, sustraídas, las manos se mueven y hacen sonar una materia ancestral: la piel y su ficción.
Gabriela Milone(1979). Doctora en Letras. Docente de la UNC e investigadora de CONICET. Autora de Luz de labio. Ensayos de habla poética (Portaculturas, 2015), escribir no importa (HD ediciones, 2016) y Las hijas de la higuera (Alción, 2007).
Más sobre la exposición de Hernán Camoletto aquí. Imágenes cortesía del artista.