Christina Soto van der Plas
Me decían que acá el desierto era distinto. Es distinto porque tiene colores que brotan, como parches, a contra-natura. Parcelas verdes, árboles que dan sombra y, al lado, caminos arenosos, ramas que reclaman su espacio, con sus espinas, para taimar la sed, montañas amarillas llenas de detrito, listas para incendiarse. Acá puedes adaptar tu terreno para que parezca el set de una película: pasto verde que alfombra la tierra para que camines cómodo; cielo azul intenso para que nada nuble tu panorama; flores de colores, jardines que domeñan el salvaje despliegue de la flora; una valla blanca, por supuesto, para delimitar tu propiedad, el cuadro en el que guardas tus posesiones más preciadas; la alberca, no puede faltar, mosaicos azul claro, siempre iluminada por el sol que, impasible, ilumina el set. Tu casa en tecnicolor. Acá, también, ese set se ha deteriorado. Tierra sedienta, implacable viento, cuencas de ríos que son solo fondo, montañas rocosas rojas y ásperas. Una parcela que se incendiará en cualquier momento, en cuanto sople el viento y el calor se concentre. Un territorio que saca del set a los que no han encontrado el oro que venían buscando. Un desierto distinto que te margina: ¿Puedes escribir un guion cinematográfico acerca de cómo riegas tu pasto, tus árboles, tus flores? ¿O vives en el valle aquel donde tu idioma no tiene el vocabulario para nombrar los distintos tonos de los fantásticos colores verdes que solo puedes ver en una pantalla? Un desierto que se ha poblado gracias a la fantasía de poder pintar de colores al monótono zócalo arenoso, siempre café.
La luz cegadora del desierto hace que me refugie en un pequeño local de comida griega al lado de un supermercado, rodeado de tiendas que se reproducen sin fin, siempre en cuadros alrededor de enormes estacionamientos. Pido un plato de ensalada y falafel. Será griega la comida, pero todos los que están detrás de la parrilla hablan mi idioma y son de países bárbaros que no han entrado ni entrarán en el catálogo helénico de la civilización.
La luz me lleva a la edad oscura. Mientras, como. Mi deseo de evadirme y desaparecer este paisaje me lleva, siempre, a hundirme en el espejismo que son para mí las páginas de libros que, espero, nada tengan que ver con el tránsito de carritos del súper que veo frente a mí. Leo sobre dos conceptos historiográficos medievales: translatio studii y translatio imperii. Translatio studii se refiere a la transmisión lineal de conocimiento y saber de una geografía y tiempo a otros. Translatio imperii describe el movimiento de dominio imperial y el traspaso del poder de un soberano a otro. Los conceptos están hermanados por el movimiento de la translatio: traslación y transferencia. Desplazamiento de físico de objetos. Transferencia del poder y transferencia de saber.
Aquí, la traslación del imperio ha sido triple: de los nativos americanos a los colonizadores y misioneros españoles y, finalmente, la anexión del territorio a los Estados Unidos.
California es una isla imaginaria. Localizada a la derecha de la India, cerca del Paraíso. La gobierna Calafia, reina de las Amazonas.
Así el Amadís de Gaula: “A la diestra mano de las Indias, hubo una isla llamada California, muy llegada a la parte del Paraíso terrenal, la cual fue poblada de mujeres negras, sin que algún hombre entre ellas hubiese, que casi como las Amazonas era su manera de vivir… la ínsula en sí la más fuerte de rocas y bravas peñas que en el mundo se hallaba; las sus armas eran todas de oro, y también las guarniciones de las bestias fieras, en que, después de las haber amansado, cabalgaban; que en toda la isla no había otro metal alguno”.
Traslación toponímica. Traslación de saberes imaginarios y ficciones.
¿No fue el oro, también, lo que le dio lugar al “sueño de californiano”?
(Translatio studii) 1848, Coloma, California: ¡Eureka! ¡Pepitas de oro! James Marshall encuentra oro en el molino que estaba construyendo para el pionero suizo John Sutter. En cuestión de meses, todo el país se entera del descubrimiento y comienzan a llegar buscadores de oro de todas las latitudes.
El abandonado pueblo de Coloma está en el Condado de El Dorado, California.
«¡Eureka!», es el lema del Estado de California.
La anécdota en la que surge el término está, también, relacionada con el oro y el descubrimiento. ¿La corona está hecha de oro sólido o es un engaño? “Un cuerpo total o parcialmente sumergido en un fluido en reposo, experimenta un empuje de abajo hacia arriba igual al peso del volumen que desaloja”. Arquímedes exclamó “¡Eureka!” cuando, bañándose en la tina, finalmente descubrió la manera de saber si la corona era de oro sólido: tendría menor densidad que la falsa. Arquímedes sale corriendo, desnudo, por todo Siracusa.
(Translatio imperii) 1848 fue también el año en que se firmó el Tratado de Guadalupe Hidalgo que dio fin a la guerra mexicano-estadounidense. México le “cede” la mitad de su territorio a los Estados Unidos, la frontera se establece en el río Bravo, quince millones de dólares por la pérdida de los territorios cedidos.
El artículo xvi del Tratado de Guadalupe Hidalgo dice lo siguiente: “Cada República podrá fortificar su frontera”. Y hoy el artículo cobra vigencia, vigencia escrita no ya en letra sino en muros y fortificaciones que van más allá de un territorio.
La imposibilidad de traducir.
Manejo por cualquiera de las anchísimas highways y, deseo bajarme en algún lado para fotografiar la majestuosidad que me rodea pero que no puedo asir desde el carril de alta velocidad.
Desde la carretera, el paisaje es uniforme.
Siempre atraída por manejar en grandes autopistas, quiero que el volante se deslice bajo mis manos, acelerar impunemente. Pero aquí el monótono calor de la conducción se me encarama. Carreteras de seis o siete carriles, masivos puentes sobrevolados. Curvas hechas para no frenar. Entradas a la carretera en donde no es necesario bajar la velocidad. Un carril en el que solo pueden entrar coches con dos o más pasajeros. Salidas numeradas en letreros verdes que brillan por la noche. Gasolineras. Infinitos restaurantes de comida rápida con auto-servicio. Las mismas tiendas una y otra vez, repetidas cada cierto número de millas. Ese es el paisaje carretero. En estos bloques de concreto no importa el suburbio o ciudad que se transite. Rocas y bravas peñas de centros comerciales. En toda la isla no hay otro metal.
Vivido desde la carretera, el paso del tiempo es una repetición incesante de luces.
A veces, la pradera se incendia. Una línea de llamas rotas e irregulares, bajas, formadas en línea, dividen la tierra en dos colores: verde con café en un lado, negro en el otro. Los halcones ya sobrevuelan el humo blanco, esperando sorprender a las serpientes y otras criaturas que escapan a lo largo de la línea de fuego. Estos incendios, muchas veces, son provocados por los agricultores que quieren quemar las hierbas que impiden que el pasto crezca. Y a veces provocan los incendios para desafiar a la ley, indiscriminadamente, simplemente por el placer de ver que la pradera se quema y nadie nunca los podrá identificar. A veces, dicen, montañas enteras se queman. Después de esos incendios la pradera es tierra lunar: un paisaje en el que el cobre ahorca y deja marcas en los árboles que parecen ser ahora artificiales, asentados sobre el suelo y fondo completamente negros. Ciudades lunares, los árboles sobre los cráteres de ceniza.
En mi casa, hace años, teníamos que avisarles rápidamente a mis papás o a los bomberos cuando veíamos fuego y humo en lo que llamábamos “los terrenos de abajo”. De pronto, nos olía a quemado. Y como no había vecinos, no podía haber nadie asando carne. Teníamos que interrumpir cualquier juego y nos asomábamos por las ventanas del cuarto de mis papás, aunque apenas alcanzábamos a ver. Los bomberos, sabíamos, tardarían en llegar quizás horas. Si el incendio no estaba tan cerca, no había problema. Pero si se extendía, era motivo de alarma. Había siempre que tener un plan alternativo, que usualmente implicaba que mi mamá sacara la larga manguera color verde oscuro para lanzar algo de agua hacia el fuego inminente. Muchas veces, no daba resultado y el fuego llegaba a quemar parte de las plantas del jardín encaramadas en la reja de metal. Era sobre todo trágico cuando el fuego llegaba hasta las enredaderas de buganvilias. Adiós a su púrpura. Adiós a las pequeñísimas flores blancas dentro de los pétalos. Mi mamá, preocupada, con una mano seguía en el teléfono llamando al municipio para que mandaran a los bomberos y, con la otra, sostenía la manguera en la que el agua iba perdiendo presión. Si el incendio seguía, eventualmente llegaban los bomberos y apagaban el incendio a fuerza de golpear el suelo con sus chamarras, una y otra vez, hasta acallar y contener esa furia de la tierra. Se iban, sin más. Allí, como recuerdo, se quedaba la pintura negra sobre la montaña que no se deslavaría sino hasta un par de años después.
Borges cuenta la historia de un imperio en donde el arte de la cartografía había alcanzado tal perfección que el mapa del imperio abarcaba toda una ciudad y toda una ciudad era una provincia. No contentos con eso, los geógrafos decidieron emprender un proyecto mayor: hacer un mapa a escala 1:1, un mapa que coincidiera por completo con el territorio del imperio. Pero el mapa, una vez hecho, resultó ser absolutamente inútil. ¿Para qué querían un mapa que fuera del tamaño del imperio? El mapa era el imperio. Por lo tanto, no era una representación y no ayudaba a nadie a navegar, a moverse, a orientarse, a verse. Un proyecto inútil. En el desierto al oeste, escribe Borges, aún quedan las ruinas del mapa del imperio. Añado: que desapareció antes que su mapa.
La palabra mapa viene del latín y originalmente, significaba “servilleta” o “pañuelo”. Como se dice: “El mundo es un pañuelo”. Un mapamundi.
En la Edad Media, Isidoro de Sevilla dibujó el mapa, como una nota al margen, de las frecuentes descripciones del mundo. Es el mapa en T-O, el Orbis Terrarum. La “O” es la forma circular de la tierra. La T está dentro de la O. La línea horizontal de la T representa el mar Rojo, en medio, el mar Mediterráneo, en la línea vertical de la T. En la parte superior y más grande del mapa se localiza a Asia. En la parte izquierda a Europa y en la parte derecha a África. En las afueras del círculo de la O, también hay mar, un mar cuyo límite no es claro. ¿Por qué Asia está en la parte superior? Frecuentemente, se dibujaba una cruz en la parte superior del mapa en T-O. El globo está orientado hacia Oriente, es decir, Asia, donde está Tierra Santa. En las partes más alejadas, hacia el mar, están las Antípodas. Creían que en esas regiones, como su nombre lo señala, la gente caminaba al revés de ellos: anti-podos, lo opuesto a los pies.
En realidad, los hombres letrados medievales no creían que el mapa en T-O fuera un mapa para usarse, un mapa como lo concebimos hoy en día. Era un esquema que funcionaba para representar el orden de la tierra, de importancia de las cosas. Para ubicar mentalmente ciertos elementos en ciertos espacios. Memoria visual, mapas conceptuales.
Al mismo tiempo que Isidoro dibujó el mapa en T-O en sus Etimologías, se dibujaban las llamadas cartas portulanas. Contenían la representación de las líneas de las costas, lo esencial para la navegación. Sobre todo, del Mediterráneo, el mar más transitado de la época. Tenían, también, el trazo de las rutas marinas más frecuentes. Son mapas que trazaban más bien líneas: conectaban espacios. Mapas relacionales. Mapas de comunicación, comercio, tránsito, imperios.
¿Cómo podríamos nosotros dibujar un mapa de nuestra experiencia?
Camina. El sol. Sus mejillas arden. Levanta apenas sus pies. Flexiona las rodillas. Algo lo impulsa a seguir. Deseo, acaso. El sol. Una gota de sudor que se desliza. Respiración agitada. Pecho que sube con la bocanada de aire. Luego baja. Brazos que se mueven a destiempo. La pierna primero. Luego la otra. Luego el cuerpo, siempre por detrás. Olor a pasto quemado. El ladrido agudo desesperado de un perro. Otra gota de sudor. Sofoque. Aire pesado. Otro paso. Y otro. El sol. El fuego. Siempre el sol.
“Terra incógnita”, decían los mapas. Frase común que se ponía en los mapas en los territorios “inexplorados”. Ahora ya no se usa ese término, ¿ha sido todo ya explorado? ¿Es ya todo cognoscible? En cada mapa hay información que se deja fuera, esos espacios en blanco, ¿llenos de qué?
Cada lugar puede ser mapeado infinitamente, de maneras infinitas, pero los mapas son selectivos.
Un nuevo mapa de la ciudad de Las Vegas aparece cada mes: el lugar crece tan rápido que los repartidores necesitan que se actualicen constantemente las calles. Esto nos recuerda que los mapas no son conmensurables con lo que representan, que inclusive un mapa tan preciso como uno que contuviera cada una de las hojas de los árboles perdería su precisión en cuanto llegara el otoño o soplara el viento. Esa es la fragilidad de la representación. El Great Salt Lake, por ejemplo, no puede ser mapeado con precisión porque yace en un hoyo superficial sin drenaje: cualquier cambio en el nivel de agua cambia por completo la orilla. Toda representación es parcial o no podría ser representación, sino un doble ominoso.
Los cartógrafos que escribían la leyenda “terra incógnita” en los mapas sabían que no sabían. Y ser consciente de la ignorancia no es solo ignorancia, sino consciencia de los límites del conocimiento. Reconocer lo desconocido es parte del conocimiento y lo desconocido es visible como terra incógnita pero invisible como selección: el mapa que muestra tierras cultivables y ciudades principales no muestra las fallas geológicas o acuíferas o viceversa. Tampoco muestran los incendios, el fuego, la chispa instantánea del consumo y la destrucción.
Imaginar lo que sabes, poblar lo desconocido con proyecciones es muy diferente de saber que no sabes. Los mapas antiguos representan ambos estados mentales: los Shangri-las y la terra incógnita, la desconocida costa de Asia y la isla imaginaria de California.
Quizás llenamos los mapas con fantasías y no contienen lo desconocido.
En la Grecia antigua, Heródoto hablaba de la cosmogonía persa que se modificaba conforme se modificaba el clima: “Antiguamente los persas veneraban el fuego, si como dios o como imagen de la divinidad se ignora; pero se sabe que entre varios pueblos orientales quedó pura por algún tiempo la religión después del diluvio”. Y continúa hablando del dios fuego de los egipcios y el desfase entre las creencias del vulgo y las de los sacerdotes: “No se puede dar una idea más grosera de una divinidad que la descrita por Heródoto; y aunque el vulgo se explicase así, los sacerdotes no venerarían en el fuego material otro numen que su Efesto o Vulcano”.
Durante el siglo XIX, la gente todavía buscaba lugares que en su mente habían creado, hechos de la imaginación y deseo. Los territorios se “descubrían” pero no se “cubrían”. La obsesión por encontrar espacios que se comunicaran con otros, estos conocidos. Crear redes relacionales entre lo desconocido y lo conocido, solo así construir conocimiento.
La terra incógnita en los mapas señala que el conocimiento también es una isla rodeada por los océanos de lo desconocido, lo que aún no sabemos.
Un punto de intersección entre el goce y la destrucción. La complejidad del momento actual. La necesidad de ver tanto el mito como la realidad que lo sostiene. O encontrar el sentido del desorden, aceptar las contradicciones. La gente llega aquí, nace aquí, pero de cualquier manera necesitan reconciliarse con la dispersión urbana amorfa de esta ciudad desierta: sus freeways y subdivisiones, sus fantasías y realidades que desgarran las entrañas, sus miles de subculturas y etnicidades que conviven en una cuenca que no es ni desierto ni montaña ni valle, sino una suerte de amalgama de todo al mismo tiempo. ¿En cuál otro lugar podría existir tal lugar sino en la cultura contemporánea, en un periodo definido por la velocidad, la imagen y el movimiento, la trinidad sagrada de Los Ángeles?
“Me sorprende el tamaño de la ciudad y su falta de forma”, escribe. “Pareciera que no hay razón para que se detenga en algún momento. Millas y millas de casas de madera o estuco, bajo un cielo tecnicolor”. Tiene que ver con el efecto de esa dispersión, ese cielo, esas pequeñas casas prefabricadas, centros comerciales idénticos, la manera en que socavan la idea misma de la narrativa, su núcleo. “La mayor parte del día en Los Ángeles uno se la pasa manejando, solo, a través de calles sin significado para los conductores, que es una de las razones por las que el lugar entusiasma a algunas personas y a otras las sume en un desasosiego amorfo. Esas horas que se pasan en el tráfico provocan una seductora sensación de falta de conexión en la que colapsan las modalidades tradicionales de la vida urbana”. Los Ángeles no tiene la historia ni el destino manifiesto, que la mayoría de las ciudades ha inscrito en el núcleo de su ADN. La lucha vertical de Nueva York. La intelectual marcialidad de París. El caos intestino, el águila y la serpiente, de la Ciudad de México. Los canales de perdición de Venecia. La adusta elegancia de, antes Leningrado, hoy San Petersburgo. El libertinaje falseado con flores de Ámsterdam. La mugre adusta y cafetera de Addis Abeba. Cada una crea su representación, mito fundacional, historia narrativa.
¿Cómo contar historias cuando la narrativa (su forma, su fluir) se siente anticuada? ¿Cómo darle un sentido al espacio que habitamos?
Christina Soto van der Plas (Ciudad de México, 1989), doctora en literatura latinoamericana por Cornell University. Psicoanalista en formación. Ha publicado múltiples textos académicos y crónicas en revistas nacionales e internacionales. Su libro Curaçao: costa de cemento pueblo de prisión (FETA, 2019) fue ganador del Premio Nacional de Crónica Joven Ricardo Garibay 2019.