Atilio Caballero
(«Una estética de imagen y montaje»)
Durante las primeras horas de viaje estuve leyendo Proyecto de los Pasajes (Passagen-Werk), saltando de un lado a otro, entre una colina –del texto– y la siguiente. Es un libro que no se puede leer de otra manera. El mismo libro, tal vez, con el que B. cargó al recorrer estos parajes hace cincuenta años, guardado en una valija que apretaba contra el pecho o llevaba sobre la espalda, soportando el peso de varios kilogramos. La tal frau Fittko, a la que ha contactado para cruzar la frontera atravesando los Pirineos, le pregunta si es realmente necesaria la enorme cartera: puede ver cómo el hombre se detiene continuamente, le falta el aire, se le hace difícil avanzar, le falla el corazón (ella no lo sabe). “Contiene un manuscrito, no puedo arriesgarme a perderlo. Hay que salvarlo. Es más importante que yo”.
Regreso de Avignon, donde he ido a visitar a unos amigos. Catorce horas de viaje en un tren que nace en Marsella y muere en Barcelona, y que la premura de nuestros días ha convertido casi en un convoy de cercanías, ideal para alguien que sin mucho apuro necesita darse un salto desde Niza hasta Perpingnan y regresar al atardecer, digamos. Pero si uno no tiene prisa, puede hacer del trayecto una experiencia de lo más placentera. Sentado hacia la parte que da al mar, se pueden contemplar con calma y deleite las villas, pueblecitos y ciudades que se levantan en pendiente, siempre con el Mediterráneo al fondo. Ya que no se tiene prisa, uno puede incluso, con el mismo billete, bajar en cualquiera de estos parajes, pasear al atardecer por sus calles estrechas y luminosas, pernoctar en una posada cercana a la estación y seguir viaje al día siguiente, sin costo adicional alguno. Sin muchas comodidades, sin que llegue a ser un tren de lujo –no tiene coche-restaurante, por ejemplo–, se está muy bien aquí. Ambiente cálido, un vagón para fumadores ‒maravillosa reliquia‒, y la velocidad moderada que permite distinguir y apreciar los contornos y las sombras al otro lado del cristal. La vista es muy diferente a mis paisajes habituales, verdes, simples y monótonos. Dejo de leer; el placer de contemplar es superior. Un placer tibio, atemperado, que compruebo al pegar mi cara a la amplia ventanilla, donde el vaho de mi aliento forma efímeras volutas de vapor tornasolado –ese lugar común. Afuera hace frío, pero siento deseos de bajarme.
Siempre me he preguntado cómo podía B. conciliar un pensamiento materialista con esa pulsión “fantasmagórica” –al decir de su amigo Scholem– que permeaba casi todo lo que analizaba, una pulsión latente que viene desde su misma juventud, que está ya, incipiente pero palpitante, en sus primeros escritos. Su conversión (forzosa o no), ¿tiene que ver con aquella pasión –no correspondida; peor aún, traicionada– por esa judía extrema, incombustible? “La senda del pensamiento de los progresistas que conservan el juicio conduce a Moscú, no a Palestina”, le espetó a la cara, una provocación que él solo supo responder escribiendo en su diario: “Cada vez que he experimentado un gran amor, he experimentado un cambio tan fundamental que me ha hecho asombrarme de mí mismo…” ¿También veía el aura allí, en la mirada pérfida y reparona de la Lacis? En la relación entre la obra de arte y su espectador, él suponía que este “…miraba, y la obra de arte, por así decirlo, devolvía la mirada” (Coetzee). Según esta manera de ver las cosas, B. sostenía que percibir el aura de un fenómeno significa investirlo de la capacidad para devolvernos la mirada; hay por tanto algo mágico en esta aura, concluía, derivado de vínculos antiguos que se “desvanecen” entre el arte y el ritual religioso. Si uno se pone severo y tropical, puede incluso llegar a pensar que algo de brujería mal asimilada permeaba ese pensamiento, tan alemán, y siempre rutilante por demás. Incluso Adorno se lo reprochaba constantemente –“está en el cruce de caminos entre la magia y el positivismo”– (¡pagaba un estipendio por lo que B. teorizara!), y hasta el mismo Brecht se reía de él a escondidas («dice que cuando sientes la mirada de alguien fija en ti, incluso a tu espalda, respondes (¡). La idea de que todo lo que miras te mira y crea el aura… todo muy místico… ¡Esta es la forma en la que se adapta el planteamiento materialista de la historia! Resulta horroroso.”, anota el dramaturgo en su diario de Dinamarca).
Ya estaba cerca de la frontera. Vi el cartel a un lado de la vía: Port Bou. Varias veces había leído o escuchado ese nombre en relación con B., siempre de manera aciaga. Y me bajé.
Por lo general, todo extranjero que desciende de un tren en la estación de Port Bou levanta sospechas. Así vaya en una u otra dirección. Es un punto de frontera complicado, antesala de la Costa del Sol si vas rumbo a Francia, puerta de entrada a territorio catalán si llegas huyendo de cualquier complicación continental. Sin ningún atractivo particular, es difícil que alguien crea que llegas allí solo como turista, y sientes las miradas (¿el aura?) cuando te mueves por esas calles estrechas, aunque no veas a nadie. Ni siquiera hay palomas en la plaza. Ni agua en la fuente. Todo huele a intriga internacional, a contrabando de cualquier cosa, a falsificación de identidades, a trasiego. Todo es el doble de caro aquí (compro una cajetilla de Gauloises sin filtro que me cuesta una fortuna), y si algo conocen sus habitantes es el lugar dedicado a la memoria de un forastero, alguien que llegó huyendo del horror y no pudo volver a salir, un lugar en la punta de un arrecife a la salida de la ciudad. Alguien por quien también yo pregunto, en el mismo bar de la estación (enciendo uno de los negros rompepechos franceses, pido un café, stretto). Parecen incómodos con el hecho de que ese villorrio sea parcialmente famoso solo por el paso fugaz y trágico de un judío “esotérico y comunista”. «Hacia allá, a la salida», gruñen, indicando la dirección a seguir, frunciendo los labios, acompañando el gesto con un seco movimiento de la cabeza. Tampoco ocultan su desagrado por el olor de mi Gauloises.
Según Coetzee, B. escribió una serie de obras sobre astrología que son complementos esenciales a sus escritos sobre la filosofía del lenguaje (nada menos). La ciencia astrológica que tenemos hoy, afirma citando a B., “es una versión degenerada de un conjunto de conocimientos antiguos de tiempos en los que la facultad mimética, al ser mucho más fuerte, permitía correspondencias reales e imitativas entre la vida de cada ser humano y el movimiento de las estrellas”. Hoy en día solo los niños conservan y responden al mundo con una fuerza mimética comparable, deduce el surafricano de las palabras de B., y solo así se puede comprender que este ser nervioso, “de manos torpes y espejuelos con cristales como culo de botella” sea visto como un inclasificable, alguien “cuya obra no encaja en el orden existente ni introduce un nuevo género” (H. Arendt), aunque este último sea un juicio más bien taxonómico, como el de alguien que rellena una tarjeta para un fichero. De todas formas, se hace difícil entender cuál podría ser la relación entre el estudio de los astros (con todo lo que supone de ocultismo, nigromancia o cábala) y una filosofía del lenguaje (cualquiera que esta fuese).
¿Cuál es la verdad de nuestra época? ¿Basta solo con presentar los hechos de manera tal que estos sean su propia teoría? (Imagen y montaje). Eso parecía perseguir B., con su Libro de los Pasajes, tal vez el mismo libro que arrastraba con fatiga por estos montes, o que luego acarreó hasta el acantilado, donde hoy se levanta el único recuerdo que nos queda de su paso por esta zona que ahora recorro. La antesala de la muerte. Un nicho entre las rocas, junto al mar. Dentro, un cristal enorme, azulado. Y un nombre, y una fecha. Nada más.
Aquí puedo imaginar la desesperación, la angustia final, la sobredosis de morfina, la luminosa claridad del mar que se desvanece y la muerte.
Y la maleta. Veo la pesada maleta. Alforja real, que existió, pero donde no había ningún manuscrito entre las pertenencias del difunto, según el inventario de la policía. ¿Qué atesoraba B., entonces, con tanto celo? Tiempo después, su amigo Bataille sacó a la luz la copia que el mismo B. le había dejado antes de partir y que el francés había escondido en la Bibliothèque Nationale, donde trabajaba. Es la edición que hoy puedo leer. Pero es bastante improbable que un manuscrito como ese, más de tres mil pliegos de papel escritos a máquina, tuviese una copia…
Nadie parece cuidar del lugar. La zarza se enreda en los pies a la entrada, y dentro una fina capa de arena lo cubre todo. Escucho el sonido del viento contra la roca, el rumor del mar allá abajo. Miro el cristal. Lo que parece ser un grueso fajo de hojas mecanografiadas, con tachaduras y añadidos al margen, hechos a mano y con tinta negra o azul, aparece reflejado allí, apenas una veladura, una sombra borrosa, deslavada; como alguien que proyecta una imagen que está fuera de foco e intenta ajustar sin conseguirlo. No digo que es lo que hay allí, sino lo que yo veo. No encuentro otra manera de decirlo. Ni de anotarlo.
Afilio Caballero (Cienfuegos, Cuba, 1959). Director del grupo Teatro de La Fortaleza. Ha publicado las novelas Naturaleza muerta con abejas (1997), La última playa, (2001), La máquina de Bukowski (2004) y Luz de gas (2016), así como los libros de relatos El azar y la cuerda (2001), Tarántula (2000) y Rosso Lombardo (2016), obras de teatro como Zona, y ensayos como Escribir el teatro (2018). Traductor de literatura italiana, ha traducido, entre otros, a Claudio Magris (Utopía y desencanto), Eugenio Montale (Cuaderno de cuatro años), Andrea Zanzotto (Geló), Mario Luzi (En el magma) y Alberto Pellegatta (La sombra de La Salud).