Chile: Estado de emergencia

Alia Trabucco Zerán

El primer día del estado de emergencia decretado por el presidente de Chile, Sebastián Piñera, con las fuerzas armadas desplegadas en las calles sobre tanquetas y camiones de guerra, una mujer de unos 25 años, tras escucharme comentar sobre lo que estaba ocurriendo en la ciudad, me preguntó: “¿Es este el estado de emergencia donde los militares pueden dispararles a las personas?”. En su pregunta, condensados, estaban los diecisiete años de dictadura de Augusto Pinochet y su saldo de miles de muertos y torturados. En su memoria, una memoria heredada, imágenes de un Chile que ella no vivió la habitaban de pronto, nos habitaban a destiempo a ella y a mí en un inquietante retorno de lo no vivido y que sin embargo nos había constituido desde nuestros mismísimos orígenes. Las calles de Santiago, por primera vez desde el retorno a la democracia, amanecían custodiadas por militares, despertando en miles de personas como ella y como yo espectros de una historia que algunos pretendían olvidar y que otros habían intentado negar en arremetidas cada vez más frecuentes, acaso invocando en su violenta negación la radical presencia de ese pasado en nuestro presente y en nuestras vidas.

Tras una semana de estado de emergencia, con gran parte del país militarizado y siete días de toque de queda, mi respuesta, ese rotundo “no”, “no te preocupes”, “no nos van a disparar”, “no nos pueden disparar”, parece haber sido un error. Según cifras del Instituto Nacional de Derechos Humanos, en los primeros siete días de protestas y militarización hubo 18 muertos, más de 3000 personas detenidas, 1000 heridos (casi 500 por armas de fuego), casos documentados de violencia política sexual e incluso tortura perpetrada por militares y carabineros contra civiles. Ahora, dos meses después del inicio de este levantamiento, Amnistía Internacional, Human Rights Watch, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y el Alto Comisionado de Naciones Unidas han confirmado graves violaciones de derechos perpetradas por carabineros y las fuerzas armadas, incluidos casi 400 casos de daño ocular por disparos apuntados a los ojos. ¿Cómo un alza de pasajes del metro de apenas 30 pesos chilenos gatilló la salida de más de 10.000 militares a las calles? ¿Qué pasó con el país que el propio presidente, el billonario Sebastián Piñera, había bautizado apenas días atrás como un “oasis”? ¿Cómo es que su discurso se deslizó de la arrogancia de ser “la excepción” en el continente, la prepotencia de los “jaguares”, los “ingleses de América Latina”, al “estado de guerra” anunciado en vivo y en directo por televisión?

Una de las múltiples respuestas a estas preguntas está precisamente en esos espectros, en los diecisiete años de dictadura y en los treinta de post-dictadura que primero instauraron y luego profundizaron políticas de privatización y despojo más radicales y profundas que en ningún otro lugar del planeta. En Chile, los servicios básicos están en manos de privados: electricidad, telecomunicaciones e incluso el agua. En Chile, el sistema de pensiones es también privado y otorga jubilaciones promedio de 315 dólares mensuales en un país donde un boleto de metro cuesta 1,23 dólares. En Chile, la educación pública fue lentamente desfinanciada y las reformas introducidas en los últimos años se han traducido en subsidios a privados y no en un verdadero fortalecimiento del sistema público. En Chile, el sistema de salud está desfalcado, el privado discrimina por sexo y es uno de los más caros del mundo, mientras que los medicamentos tienen precios inalcanzables. En Chile, el “oasis”, los derechos sociales no existen. Si a esto se suma una serie de escándalos de corrupción política y corporativa, la colusión de precios entre empresas, los robos multimillonarios por parte de las fuerzas armadas, y una desigualdad estructural que según el World Bank Group ubica a Chile como el séptimo país más desigual del mundo, el actual estallido social solo sorprende por su tardanza. Cada una de las políticas privatizadoras hoy interrogadas por las grandes mayorías fueron instauradas a la fuerza durante la dictadura de Pinochet, amarradas a nivel constitucional, y posteriormente profundizadas por los gobiernos democráticos. De allí que este momento histórico iniciado hace siete días pero en ciernes hacía décadas, este tronar de cacerolas y consignas, sea también la explosión dislocada del pasado en el presente y contenga la emergencia, valga la palabra, de una potencia de futuro. En las calles de hoy, en todo Chile, conviven simultáneamente distintos tiempos.

Los espectros del pasado han emergido, en primer lugar, en los helicópteros y en las fuerzas armadas, propiciando inesperadas conversaciones sobre lo que supuso vivir cotidianamente la violencia dictatorial de Pinochet y transformando así esta coyuntura histórica en un simultáneo estallido de memoria política. Pero esos espectros, los que han encarnado los militares en las calles, parecen haber perdido su capacidad de infundir terror. Y esto se debe a otra emergencia: la de una mirada que ya no ve, ya no puede ver lo que otros vieron en esos símbolos de fuerza en el pasado. Miles de ojos, millones de ojos vieron las tanquetas, observaron los uniformes de camuflaje y las armas de fuego, y ya no vieron en ellos autoridad. Basta examinar lo que este estado de excepción constitucional supuestamente restringiría, el derecho a reunión, y luego comprobar la respuesta a esa declaración en las calles: millones de personas más reunidas que nunca. El estado de excepción sencillamente no fue. Como acto de lenguaje emitido por el presidente de la república, fracasó. Las multitudes en las calles provocaron su estrepitoso fracaso y exorcizaron a esos espectros al negarse a ver en los militares un signo de poder. Y es que el poder, de pronto, estaba en otro lado.

Pero regreso a los distintos tiempos que laten en esta emergencia. Y me refiero a la emergencia como surgimiento y no como desastre, a la emergencia que como suceso político trajo al presente un segundo pasado: el pasado de la Constitución Política de 1980, deslegitimada en su origen dictatorial y en cada día, en cada año, a partir de ese origen. Esa Constitución que estudié detenidamente durante mis años en la Facultad de Derecho, y que supuso que me topara una y otra vez con las firmas de los militares que lideraron la dictadura, que estudiara las estrategias privatizadoras de los Chicago Boys que hicieron de Chile el primer laboratorio neoliberal del mundo, que observara la presencia de la “subsidiariedad” como principio delimitador del rol del Estado a la hora de garantizar derechos sociales, y que examinara con horror, con angustia, el nudo ciego atado por Jaime Guzmán, el ideólogo constitucional (y confesional) de la ultra derecha chilena. Un nudo ciego y sumamente peligroso, pues ató en la Constitución chilena neoliberalismo, autoritarismo y democracia representativa, de un modo que esta crisis ha vuelto evidente. Porque en la emergencia chilena de este octubre no solo ha entrado en crisis un régimen económico fundado en la desigualdad, sino también una institucionalidad que fue cooptada por los mismos intereses que se nutren de esa vergonzosa desigualdad. De allí que tantos políticos repitan: no hay interlocutores. Que reiteren, asustados: no hay liderazgos para lidiar con esta coyuntura. Y es que al igual como ha ocurrido con el poder, los interlocutores y los liderazgos están también en otro lado.

El pasado, sin embargo (o acaso los múltiples pasados, incluyendo una historia de revueltas e insurrecciones populares) no es más que uno de los tiempos que laten furiosamente en este estado de emergencia. Si hay algo que ha surgido con fuerza en las calles estos días, si hay algo que define este instante, es el presente. El presente absoluto de las protestas y las marchas donde se impone a punta de cacerolazos el ahora, el ocupar inmediato del espacio público con la máxima encarnación del presente: el cuerpo. Cuerpos como el de un hombre que fue a la marcha más multitudinaria de las últimas décadas exhibiendo las heridas de los balines en su torso y en sus piernas; cuerpos como los de cientos de miles de mujeres que han estado saliendo a las calles hace ya años exigiendo dignidad, igualdad y autonomía sobre sus vidas; cuerpos disidentes y ancianos, precarizados, exhaustos y, sin embargo, presentes. En esta coyuntura, en esta emergencia, hay cuerpos que han resurgido, otros que han despertado y otros que han nacido, urdiendo a un sujeto político múltiple y que parece constituido por una infinidad de voces. Un sujeto que en rigor no es nuevo, pues el presente de las protestas chilenas proviene de una articulación social que se empezó a urdir hace años. Me refiero a las articulaciones feministas y queer que apenas ocho meses atrás repletaron las calles de Santiago en otra marcha multitudinaria; a lxs estudiantes movilizados hace ya más de una década para exigir educación pública de calidad; y también a organizaciones vecinales y profesionales que han resurgido como estrategia de sobrevivencia frente a la cancelación de la vida que propone el neoliberalismo no solo en Chile sino también en el mundo.

El mensaje de las calles ha resultado ilegible para la clase política que ha dirigido al país durante los últimos treinta años. En los primeros siete días de extraordinaria intensidad y en las semanas siguientes al levantamiento, esa élite, encarnada hoy por Sebastián Piñera, transitó por todo un abanico emocional y discursivo: “vándalos”, “bandas organizadas”, “alienígenas”, dijeron primero, para luego dar paso a la “guerra” y finalmente arribar a los “queridos compatriotas”. La inicial criminalización, desde luego, no es sorprendente. La retórica de la crisis intentaba urdir un escenario caótico que justificara una intervención estatal y armada para la sobrevivencia del neoliberalismo como forma de gobierno. Porque la crisis (e incluso la catástrofe), siempre ha sido fructífera para el capitalismo y el estado de emergencia uno de sus modos de articular la realidad. La alusión a los “alienígenas”, en tanto, en esa filtración telefónica de la primera dama que escuchamos entre la incredulidad, la rabia y las carcajadas, es aún más decidora. El pueblo se había vuelto “otro”. Una otredad que permite entender la inicial ilegibilidad de este momento para Sebastián Piñera y sus aliados dentro y fuera de la derecha. Las multitudes de pronto hablaban una lengua alienígena para esa élite, una lengua-otra que articulaba sentidos y futuros inimaginables, muy alejados del consenso neoliberal, y que generaban como respuesta una inmediata militarización (un regreso al pasado de buena parte de la derecha gobernante), seguida de medidas cosméticas que no respondieron a las demandas de otro presente y otro futuro.

Y ahora regreso, finalmente, a lo que debió ser el inicio de este texto: el futuro o, acaso, los futuros. Un tiempo que, como plantea el filósofo chileno Rodrigo Karmy, brota como potencia emancipadora, como potencia de la invención, y que hoy contiene, al parecer, una nueva imaginación política. La emergencia de este tiempo surge hoy frente a uno de los escenarios más críticos que nos ha tocado vivir como país y también como humanidad. De allí también la emergencia, la desesperación de este momento. Cuando parecía no haber futuro, entonces, solo entonces, surgen los tres tiempos simultáneos y se encarnan en cuerpos que se han negado a abandonar las calles y que, reunidos en espacios corales y horizontales, parecen anunciar una nueva realidad: se terminó la Constitución de Pinochet. O, como decía un grafiti en el centro de Santiago: “El neoliberalismo nace y muere en Chile”.

Alia Trabucco Zerán (Santiago de Chile, 1983) autora de la novela La resta (2015) y del libro de ensayo Las homicidas (2019).

Ensayo publicado originalmente en Glotopolítica el 28 de octubre de 2019.

 

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