La razón de mi vida

Gabriel Inzaurralde

No es que me falten razones para seguir viviendo. No es eso. Es que estos días se ha incorporado a la vaga lista de cosas que podrían contribuir a darle a mi vida algún tenue sentido, algo mucho más concreto y real que el amor o la literatura. Una empresa de pompas fúnebres me ofreció calcular el precio de mi futuro entierro y la suma que debería pagar por mes para poder tener un deceso tranquilo sin cargar a otros con los gastos. Con respecto a las cuotas eran importantes mi fecha de nacimiento, mi profesión, mi dieta habitual (pan, fiambre, huevos fritos) y algunos hábitos que me caracterizan (fumar, etc.).

Para el cálculo de los costos totales de mi entierro había que llenar un formulario con preferencias variadas y alternativas: tratamiento del cadáver (islámico, católico, protestante o irreligioso), madera preferida y color del ataúd, material reciclable o no, mortaja especial o no, música en vivo o no, música rock, pop, flamenca, jazz o tradicional; tipo de vehículo para el traslado al camposanto (carruaje con o sin caballos, coche fúnebre, carrito tirado por los deudos, etc.), traje de los tipos que cargan el ataúd (con o sin galera, etc.), misa, ceremonia, comida y bebida para los deudos, tarjetas de invitación, anuncio en un periódico de amplio tiraje o no, coronas de flores (etc.). Descubrí con estupor que llenando esos cuadraditos a conciencia la cantidad ascendía a unos 13.000 euros.

Lejos han quedado los tiempos en que un par de moneditas colocadas en los ojos te alcanzaban para cruzar a la otra orilla. Con el dinero que te piden ahora me hubieran construido tres pirámides en el antiguo Egipto. Tomé medidas: sustituí a Bach por Los Olimareños, suprimí las galeras, los biscochos de crema para los deudos, las bebidas alcohólicas, el cedro en el ataúd y el carruaje tirado por caballos. Aún así la cantidad seguía siendo exorbitante. Entonces decidí optar por el crematorio y una ceremonia de lo más discreta. Pero los costos seguían siendo altos. Unos 9.000 euros. Entonces borré el esparcimiento de cenizas en una isla del mar del norte, suprimí el cobre de la urna y finalmente la propia urna y conseguí bajar el precio total a unos 7.000. Pero con el tiempo de vida aproximado que me calcula esta empresa (unos pocos años), debo pagar una altísima cuota por mes, algo que no me puedo permitir. Averigüé el destino municipal y sanitario de los cadáveres indigentes y me pareció bastante triste. Entonces una ex me dijo que todos mis amigos harían una colecta en el caso de que la muerte me asaltara de repente y que ella por supuesto pensaba contribuir. Entonces conté mis exes, y conté el número de allegados con perspectivas de vida para el momento supremo. Resté a los amigos en condiciones miserables y a las exes resentidas. El número de personas que eventualmente podrían estar dispuestas a contribuir con los costos de mi entierro se redujo a 5. Según estos datos cada uno de ellos deberá desembolsar más de 1000 euros el aciago día en que me llegue la hora (aciago para ellos). Tengo la sensación, un poco rara, de que no puedo morirme y que si lo hago debe ser en mi país de origen donde probablemente sea un poco más barato.

 

Gabriel Inzaurralde (Montevideo, 1961) es profesor de Literatura Latinoamericana en Leiden desde 2000. Obtuvo su doctorado en 2007 con La ciudad violenta y su memoria. Novelas de violencia en el fin de siglo. En 2016 publicó La escritura y la furia. Ensayos sobre la imaginación latinoamericana (Almenara, Leiden). Libros y revistas especializados han editado sus artículos. Como narrador publicó cuentos en diversas antologías y crónicas personales en revistas uruguayas, argentinas y holandesas.

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