El rapto de la noche: Funes, el olvido y la lectura del cielo

Matías Borg Oviedo

Amanece en la costa este de los Estados Unidos pero no completamente. Más tarde, aun en su punto más alto, los rayos solares son débiles, llegan como desde atrás de un filtro. Me despierto de un sueño terrible en una habitación que desde hace meses se disfraza de oficina, ajusto la cámara de mi computadora para que de fondo no se vean las sábanas sin acomodar. Todavía faltan otros tantos para que el invierno haga del sol un tímido reflejo del que debería ser hoy. Salimos de compras con amigos y nos dicen que este falso doble se debe a los incendios que ocurrieron a miles de kilómetros de casa. Me doy cuenta de que hace días que no salgo, que entre el aislamiento y el trabajo hace días que no veo el sol. Me acuerdo también del otro fuego, el que quema otras tantas hectáreas cerca de mi casa del otro hemisferio, la Córdoba en la que crecí. Pienso en una imagen que comparten mis amigues por redes sociales y que muestra el observatorio astronómico de Bosque Alegre cercado por las llamas, en el humo cubriendo ese cielo estrellado que tantas veces me maravilló. Llega la noche y con ella el insomnio y me acuerdo del Funes de Borges.

“Funes, el memorioso”, uno de los cuentos más célebres de Borges, es descrito por su autor en el prólogo a Ficciones como “una larga metáfora del insomnio” (p. 483) y me parece que su protagonista puede ser leído como una prefiguración de esta forma de vida insomne del presente. La pandemia ha provocado, entre otros, una alteración de nuestros ritmos de vida, produciendo dificultades en el sueño en unos casos y sueños vívidos en otros. La “nueva normalidad” es un mundo en que las fronteras entre el trabajo y el ocio, entre el sueño y la vigilia y entre la luz y la oscuridad son cada vez más difusas, donde nuestros espacios íntimos se reconvirtieron en oficinas en las que estamos disponibles a toda hora del día. Si, como Funes, no podemos olvidarnos del mundo, quizá sea hora de pensar en formas de recobrar la noche.

Para un breve recuento del argumento, “Funes, el memorioso” relata los breves encuentros que el narrador ha tenido con el personaje que da título al cuento, quien tiene la curiosa característica de poseer una memoria infinita. Funes recuerda cada instante de su vida en todas sus dimensiones, recuerda cada cosa que llegó a sus sentidos alguna vez. No puede olvidar, por lo que su sentido de temporalidad se ve alterado: para Funes, cada momento presente coincide cada uno del pasado, y se acumulan al infinito. Cuando mira un objeto puede verlo en todo su devenir: “Lo recuerdo […] con una oscura pasionaria en la mano, viéndola como nadie la ha visto, aunque la mirara desde el crepúsculo del día hasta la noche, toda una vida entera” (p. 485). Nadie puede ver, como lo hace Funes, la flor en su devenir, donde cada instante coincide con todos sus anteriores. 

Dijimos que Borges describe su propio cuento como una metáfora del insomnio y podemos pensar a Funes como un insomne a quien “le era muy difícil dormir. Dormir es olvidarse del mundo” (p. 490). Funes no solo no se olvida del mundo, sino que este se le aparece en cada una de sus dimensiones anteriores. Si dormir es olvidarse del mundo, la incapacidad del olvido es la condena del insomne, y la incapacidad para el olvido es también, nos recuerda Jonathan Crary, una imposibilidad de memoria: “We are swamped with images and information about the past and its recent catastrophes- but there is also a growing incapacity to engage these traces in ways that could move beyond them, in the interest of a common future” (pp. 34-35). La amnesia colectiva propulsada por la imposibilidad del olvido propio del archivo de imágenes que, aun siendo descartables, se acumulan incesantemente. 

En su libro 24/7: Late Capitalism and the Ends of Sleep, Crary describe la falta de sueño como un fenómeno cada vez más presente en las sociedades contemporáneas que, progresivamente, expulsan al sueño y su incapacidad productiva fuera de la esfera de lo social: “An illuminated 24/7 world without shadows is the final capitalist mirage of post-history, of an exorcism of the otherness that is the motor of historical change” (p. 9). Más adelante, agrega: “A 24/7 world is a disenchanted one in its eradication of shadows and obscurity and of alternate temporalities” (p. 19). El mundo que describe Crary es un mundo que cada vez más se parece al nuestro: eternamente iluminado, sin lugar para las sombras y lo opaco, sin lugar para temporalidades alternativas. Este mundo 24/7 tiene como ideal al trabajador insomne y expulsa hacia afuera la posibilidad del descanso del mundo.

Un mundo donde la luz no se apaga nunca y de la cual la oscuridad está erradicada, donde el paradigma es el sujeto insomne que no conoce la oscuridad. Byung Chul-Han lo llama La sociedad de la transparencia y también recurre a la metáfora de la luz: “In this way, all confidential spaces for withdrawing are removed in the name of transparency. Light floods them, and they are then depleted. It only makes the world more shameless and more naked” (p. 4). La cegadora luz obnubila en un caso la posibilidad de resistencia, en otro el lugar del ocio y en el tercero el pensamiento y la teoría como modos de negatividad. Esta desnudez del mundo es la ausencia de espacios de retiro, de confidencia, de secreto, que desaparecen en nombre de la transparencia. 

El mundo 24/7 supone la erosión de la distinción entre día y noche, entre luz y oscuridad y entre acción y reposo (Crary, p. 17). En vez de luz y oscuridad lo que hay es distintos grados de iluminación continua; en vez de acción y reposo, distintas intensidades de actividad ininterrumpida: una zona de insensibilidad o amnesia que obstaculiza la posibilidad de experiencia. Crary parafrasea a Maurice Blanchot para decir que el nuestro es un mundo del y después del desastre, caracterizado por el cielo negro, vacío de estrellas visibles. Si pensamos a las estrellas como forma ancestral de orientación, el cielo sin astros es el des-astre subrepticio que vivimos: la pérdida de rumbo en la orfandad de la noche, la pérdida de legibilidad del cielo. 

La legibilidad del cielo solo está asegurada cuando existen los contrastes necesarios para su percepción. Parece obvio, pero para leer las estrellas estas necesitan apoyarse sobre un cielo oscuro. La contaminación lumínica es lo que ocurre con el aumento del brillo del cielo nocturno, por reflexión y difusión de la luz artificial en los gases y en las partículas del aire urbano, de modo que se disminuye la visibilidad de las estrellas y demás objetos celestes. Como dice Han, la sociedad de la transparencia es un infierno de lo mismo, que expulsa la otredad y el contraste con lo otro. “The society of transparency is an inferno of the same” (p. 2). Es también, como dijimos, la del tiempo y espacio del descanso interrumpidos por el trabajo.

Me interesa recuperar brevemente a Marie-Hélène Huet, quien siguiendo también a Blanchot revisa la etimología de la palabra desastre y la define como el estado de abandono tras haber sido desheredado por las estrellas que aseguran un pasaje seguro por la vida, un estado de abandono de los astros. Es decir, la otra cara del desastre es la pérdida de legibilidad del cielo, la pérdida de relación con las estrellas. Un mundo sin noche es un mundo insomne habitado por criaturas desveladas, insomnio que Blanchot define del siguiente modo: “En medio de la noche, el desvelo es dis-cusión, no quehacer de argumentos tropezando entre sí, sino la conmoción sin pensamientos, el sacudimiento que decae hasta la quietud” (p. 48). El insomnio entonces como paradigmático de la indeterminación de lo que no es ni lo uno ni lo otro. Recurriendo a la metáfora del “sleep mode” de los dispositivos electrónicos, Crary argumenta que se ha perdido la oposición entre sueño y vigilia: tal y como el insomne se encuentra en ese entre-lugar que no pertenece ni uno ni a otro, el dispositivo en “sleep mode” no se encuentra apagado ni prendido, está en permanente estado de alerta. Como el insomne que se despierta en medio de la noche para mirar su móvil y comprobar que sigue respirando.  

La ausencia de oscuridad ocluye la posibilidad de momentos de iluminación. Este borramiento de contrastes coincide con otra serie de oposiciones binarias que desaparecen: entre el trabajo y el ocio, entre lo público y lo privado, entre lo personal y lo profesional, entre el entretenimiento y la información, entre el tiempo de la vida cotidiana y el tiempo institucionalizado, en lo que Crary llama la “incesante financialización de esferas previamente autónomas” y donde el sueño es la única barrera que resiste, una “condición natural” que el capitalismo no alcanza a eliminar. Se trata, dicho brevemente, de una desaparición del espacio y tiempo de lo cotidiano. Si el capitalismo supuso primero la disolución de la relación con la Tierra, en el presente lo que se desintegra es nuestra relación con el resto del cosmos, con los ciclos planetarios, con el sol y el resto de los astros que alguna vez fueron visibles desde nuestro planeta. Es por esto que es anti-cíclico, porque le da la espalda al sol y pretende prescindir de él.  

Los Funes de hoy vivimos en un momento histórico en que las fronteras que separaban el tiempo de trabajo del tiempo de ocio parecen haberse borrado, y en nuestras vidas no hay lugar para el olvido. Ese archivo infinito que se llama internet y al que vivimos enchufados actúa a la manera de la memoria de Funes: todo lo registra y nada olvida. En la sociedad contemporánea estamos tan abarrotados de información que no hay lugar para el olvido, pero tampoco para la memoria.

Si volvemos sobre la etimología de la palabra “recordar”, nos damos con que esta se vincula con los términos latinos re cordis, lo cual se puede traducir como “volver a pasar por el corazón”. Recordar es, entonces, volver a vivir una experiencia que creíamos en el pasado, es despertar y traer al presente una experiencia del pasado que, al actualizarse, se manifiesta en su potencia viva. Como afirma Andreas Huyssen, lo que distingue a la memoria de los sistemas de almacenamiento es su potencia vital: “It is this tenuous fissure between past and present that constitutes memory, making it powerfully alive and distinct from the archive or any other mere system of storage and retrieval” (p. 3). En la memoria de Funes, al no existir esta distancia de la que habla Huyssen, no hay vitalidad: es un archivo infinito y muerto. Lo que le da vitalidad a la memoria es la dialéctica memoria/olvido y solo una memoria viva puede sobrevivir.

Es que, en definitiva, en el archivo no hay narración y, para que esta sea posible, primero es necesaria la selección: el camino narrativo solo permite ciertos acontecimientos y el exceso de positividad que domina a la sociedad contemporánea como se ha perdido la conexión con la narratividad. Han dirá que esto afecta directamente a la capacidad de memoria, cuya narratividad la distingue del almacenamiento que es puramente acumulativo: “Because of their historicity, memory traces are subject to constant rearrangement and reinscription. In contrast, stored data remains the same” (p. 32). Hoy en día, la memoria se ha reconvertido en una pila de basura y datos, un depósito en el que los objetos no están estratificados y, por lo tanto, la historia está ausente. Un mundo sin narración es un mundo sin historia que simplemente acumula datos, como Funes, que no podía olvidar ni narrar. 

En un bello libro sobre la lectura, Michele Petit dice que “Sin relatos […] el mundo permanecería allí, indiferenciado; no nos sería de ninguna ayuda para habitar los lugares en los que vivimos y construir nuestra morada interior”. Postula la constelación como metáfora de la lectura: estas no tienen ninguna base científica, son agrupadas por una necesidad humana de nombrarlas, organizarlas y contar historias sobre ellas. Para explicar esto recurre a una anécdota personal. Hace algunos años se encontraba en Brasil para dar una serie de conferencias, ya había estado en el hemisferio sur antes pero nunca se había fijado en el cielo hasta que ese verano una colega la lleva a una granja en Minas Gerais. Al llegar la noche, las estrellas formaron un universo que le era completamente desconocido y un extraño terror se apoderó de ella. Fue entonces que se dio cuenta de la importancia del cielo como punto de referencia y lo desconcertante que es estar privado de él. 

La orfandad de la que hablan Blanchot y Petit es la desposesión del cielo, de la memoria de nuestros ancestros que habitan en las estrellas y de la luz que nos guía desde miles de años luz de distancia; ¿podremos recuperarlas? ¿Podremos rescatar la noche para seguir contando historias sobre ella y dormir a su abrigo? ¿Podremos seguir leyendo la historia de nuestros ancestros en las estrellas? ¿Podremos recobrar el sueño? ¿Podremos sortear el des-astre o tendremos que aprender a vivir en él?

BIBLIOGRAFÍA

Blanchot, Maurice (1990). La escritura del desastre. Caracas, Monte Ávila.

Borges, Jorge Luis (1974). Obras completas. Buenos Aires, Emecé.

Crary, Jonathan (2013). 24/7. Late capitalism and the ends of sleep. Londres, Verso.

Han, Byung-Chul (2015). The transparency society. Stanford, Stanford University Press.

Huet, Marie-Hélène (2012). The culture of disaster. Chicago, Chicago University Press.

Huyssen, Andreas (1995). Twilight memories: marking time in a culture of amnesia. New York, Routledge.

Petit, Michele (2015) Leer el mundo: experiencias actuales de transmisión cultural. Buenos Aires, Fondo de cultura económica.

Matías Borg Oviedo nació en Delft (Países Bajos), creció en Córdoba (Argentina) y vive en Ítaca (EE.UU.), donde realiza un doctorado en literatura hispánica en la Universidad Cornell. Estudió en la Universidad Nacional de Córdoba y en la Universidad de Leiden, donde también enseñó.

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