Lo que nos lee

Emilio Gómez Barroso

 

Harold Bloom manifiesta en su libro sobre Shakespeare que lo importante no es cómo leerlo, sino cómo Shakespeare nos lee a nosotros. Bajo este punto de vista los cursores de lectura han atravesado la historia más allá del sentido y la temporalidad. Si hemos olvidado la tragedia en nuestra contemporaneidad, hay algo de ella que nos ha quedado marcado, a saber, que lo que conocemos no nos permite ganar más movimiento sino nuevos velos que ocultan nuestros actos, sin permitirnos ver el lienzo final.

Las letras primero son signos que no significan nada, pero concitan multitud de sentidos, primero circulan, pasan de mano en mano como las vasijas con signos cuneiformes que atravesaron el Mediterráneo de orilla a orilla con sus barrigas llenas de aceite, sal y otras cosas que llevarse a la boca, y que de tanto tacto fueron materializándose en voz para confundirnos, aunque de ello se llevara el trono el sentido lógico del asunto. El fonologocentrismo no evita que las letras nos dominen, rebajando así la erección de la voz.

Los quarks son una elección de la ciencia para sobrepasar el átomo y sus partes, llegando a la conclusión de que hay formas más pequeñas que un electrón, pero con una carga menor capaz de concitar nuevos modos de materia. Esto no deja de ser una vuelta de tuerca más al conocimiento del origen, que intenta salvar una vez más la soledad humana y su angustia. Sin embargo, esa voz se utiliza por primera vez en un pasaje del Finnegans Wake de James Joyce, se eligió ese nombre caprichoso de un pasaje literario, tal vez también por el sonido de los patos que sobrevuelan la cabeza del hombre. Una letra más que representa el dominio desde un texto intraducible.

Esos signos que aparecen en las cavernas como palitos de piezas contadas, como representación de animales cazados, son solo animales que nos evocan que la primera guerra que mantiene el hombre para escapar de un instinto muy distinto es con el peligro que significa la procura de alimento. De manera que estos signos bien pudieran ser la representación de los trabajos necesarios para saciar el hambre vital, y pudieran tomar la función de una exorcización de la angustia.

 

I

Conocí a MRK este verano, era un niño de apenas cuatro años que tenía terrores nocturnos, la oscuridad de los ojos cerrados le traía monstruos, dormía con una luz pequeñita y un gran conejo rosa de peluche, ese conejo le acompañaba en diferentes momentos del día. Coincidía con él en el desayuno, y llevaba el conejo consigo hasta que llegaba el vaso de leche y el dulce con el que despertaba. Sus padres le sugerían sentarlo a su lado para liberar la mesa del comedor, que ocupaba entera. El conejo era enorme, su nombre: monísima monada. A mí se me quedaron prendidos su nombre y sus ojos, brillantes y grandes como dos faros vigilantes de cualquier invasión no deseada.

 

II

Hace tiempo escribí un grupo de relatos que salieron publicados con el nombre de perros sueltos, editados por corazones blindados. El título apareció a mitad del libro, ya que a medida que lo iba escribiendo mi padre iba muriendo y mi madre volviéndose loca. Mi madre comenzó a tener terrores nocturnos y se despertaba en mitad de la noche diciendo que había un hombre en el umbral de la puerta, un hombre que representaba la ausencia de compañía en una soledad inesperada. Mi padre tuvo un perro cuando era pequeño, su nombre aparece en ese libro. Pero la elección del título de perros sueltos fue porque ese conjunto sonaba casi igual que mi padre ha vuelto o que mi padre ha muerto, da igual, el conjunto de relatos fue tomando la voz de ese fantasma tranquilo y desgraciado que yo había llorado y que se había restado ya de mi infancia.

Hace más de dos años comencé a trabajar sobre el odio, una pasión demasiado oculta a pesar de que cada vez con más evidencia vivimos en una civilización en la que es la pasión dominante, tal vez porque hemos producido un sistema capaz de eliminar a la propia especie que lo ha creado. Sin embargo, no es fácil escribir sobre el odio y, a medida que avanzaba el relato, uno corría el riesgo de salirse del mismo, con esa frialdad que porta la explicación o la conjura de la moralina. Hay capítulos descriptivos que tienen conexiones con ciertos acontecimientos del horror y con las decisiones políticas de la hegemonía, y otros más intimistas que hablan del recorrido de una serie de personas de mi vida y su final, con saltos entre guerras, venganzas, juegos y mudez. Al principio fue el odio, no el amor, luego el lenguaje, la lengua que uno ama y lo confunde, matiza todo esto.

El título de todos estos relatos decido, desde el principio, que sea Odios, pero no sé si los relatos tratan del odio o tal vez es una precipitación, algo adelantado o como el sueño del neurótico, que se vuelve perverso, porque la urgencia moral de la vida no le permite esa transformación. Siento, sin embargo, que no es el título adecuado, pero ninguno aparece como una lectura más apropiada. Tal vez, es un título partido, como una exclamación “Oh, dios”, y tenga que ver con que dios odia a los humanos incluso antes de que hablen, porque la verdadera fórmula del ateísmo no es que Dios no existe, sino que es un inconsciente, y que no sabe lo que hace.

 

III

Mi verano, como el de mucha gente, ha sido como una especie de película de carretera, intentando escapar de un confinamiento forzoso que me había condenado a una regresión; se me fueron metiendo en los sueños esas cosas infantiles, como necesidades prohibidas, de las que te priva el buen vivir y la salud, si bien no es seguro que el cuidado las conduzca a buen puerto.

He pasado mis vacaciones con niñas que bailaban para una película, y que me habían elegido como director de una escuela imaginaria y fraudulenta, he sido el destinatario de sus cuidados adolescentes, “no fumes”, y escondían el tabaco, pero en algún momento se me habían clavado las turgencias de su adolescencia, me agarraban de la mano como si fuera su novio, eran difíciles de contener. MRK, con cuatro años, decía, “Aquí hay dos chicos, Emilio y yo, y cinco chicas”, las cinco eran las bailarinas. ¿De dónde se lo había sacado?

Cualquier cosa que nos lee, nos lee con letras de un pasado para un futuro. Atravesé todo el norte de España, de Galicia hasta Teruel, con tanta puntería que me iba encontrando brotes del virus en diferentes lugares, y la amenaza de muerte en toda la piel ibérica.

Cuando llegué a Teruel, al borde de Cataluña, dormí como un condenado, pesadillas incluidas. En una de ellas soñé con un asesino que iba acumulando cadáveres de niñas, y que me aparecía velado tras un cristal traslúcido. Se movía con mucha agilidad escapando continuamente de mi alcance. Eso me hacía agitarme y, según mi pareja, durmiendo a mi lado, daba puñetazos diciendo continuamente: Odioso, hijo de puta. Odioso no es un epíteto que yo suela usar asiduamente, es más, no lo profiero casi nunca, sí hijo de puta. Asociando, posteriormente, su figura era la de un conejo gigante: monísima monada

 

Emilio Gómez Barroso, licenciado en filosofía por la Universidad Complutense de Madrid, DEA sobre Marx por la Universidad Nacional de Educación a Distancia, autor de Tiempo y política: Marx, Hegel, Freud, Lacan editado por Atuel en 2011 y de otros textos que ya he comentado y no conviene reiterar. Psicoanalista de la Escuela Abierta de Psicoanálisis, optimista avisado, es decir, pesimista y amigo de mis amigos con un despiste social fuera de duda.

 

 

 

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