Retrovisor pop

Tomas Sánchez Hidalgo

 

— ¡Cagondiós!, ¡no me lo puedo creer! ¿Qué hace el Valle de los Caídos en el centro de Copenhague? —le preguntó perplejo Hans Christian Sánchez a su hermano Sören aquella mañana de principios de los ochenta. Sören lo miró de frente y no dijo nada.

Entre el resto de compañeros de clase, y sobre todo entre el profesorado, esto también causó gran extrañeza: estupefacción a tres bandas, pues prácticamente al instante todos volvimos la cabeza y percibimos con enorme incredulidad, cuando no con un súbito sobresalto facial, lo inexplicable de la maqueta. Nos giramos todos de espaldas y, al mirar al frente, nos topamos con el insólito cruce de conceptos.

Fue durante una visita organizada de nuestro colegio a una exposición itinerante de juguetes internacionales en el Palacio de Congresos de Madrid. Mi padre tenía contactos en la empresa organizadora del evento: nos consiguió reserva en la jornada inaugural de la muestra. Se trataba de un modelo a escala del casco histórico de la capital escandinava en el que llamaba poderosamente la atención la presencia del mausoleo de Cuelgamuros. Se había construido el conjunto utilizando cerca de medio millón de ladrillos Lego y con una dimensión aproximada de cuatro por cinco metros. La réplica de Copenhague era de un enorme realismo: las casas de techo a dos aguas, las estrechas calles y un horizonte dominado por delicados capiteles en lugar de descomunales rascacielos formaban la vista panorámica de la ciudad, de la que cabían destacar –así lo afirmaban los paneles de información de la maqueta– monumentos tales cono la Sirenita, el edificio de la Bolsa, la Torre redonda, el parlamento o los palacios de Rosenborg y Christiansborg. De entre todos ellos sobresalía la Catedral de Nuestra Señora, colocada frente al mausoleo, al que parecía estar retando. En la basílica de dicho mausoleo, añadía el panel, también a escala, la más alta cruz cristiana del mundo, visible en su original a más de cincuenta kilómetros de distancia.

A la base de aquellos ciento cincuenta metros robados al cielo se podía acceder por medio de un funicular, que parecía sobrevolar Copenhague como un ovni sacado de una película de serie B americana o japonesa de los años cincuenta. Desde el acceso al recinto de Cuelgamuros, glosaba el panel, un camino asfaltado lleva al pie del monumento de la Santa Cruz del Valle de los Caídos, desembocando en una gran explanada, en la que se encuentra la entrada a la basílica, de casi trescientos metros de longitud, y cuya puerta de entrada es –como también de hecho en la maqueta– de bronce. Los canales, los lagos y el mar formaban el telón de fondo del improvisado conjunto.

La visita dentro del recinto del Palacio de Congresos duró algo más de tres horas. La distribución de las salas de la exposición se organizaba según un criterio más o menos cronológico. Incluía la actuación de un teatro de guiñol casi al principio y unas proyecciones de Disney a mitad de trayecto. Los juguetes que ocupaban la última de las salas de la exposición podían considerarse las novedades tecnológicas de la época, que en 1981 empezaban a hacer acto de presencia en el vetusto sector español. Algarabía tras la última sala. Merchandising a juego a la salida.

Bajamos las escaleras desde el recinto a la Avenida del general Perón y seguimos a nuestros tutores hasta los autobuses, en un terraplén contiguo al estadio. Nuestro conductor estaba hablando solo cuando llegamos de vuelta del recinto ferial. Siguió así el resto del trayecto hasta el colegio.

Fiesta de cumpleaños de David, su décimo. Era, así, un mes mayor que yo y uno de mis mejores amigos aquel año en clase. En su casa, a primera hora de esa misma tarde. Abriendo todas las cajas con los regalos que le habían caído ese año, junto con otros compañeros de clase: el Pista Looping, el Subbuteo, el Blandi Blub y el Quimi Cefa, que apenas contaron con partidarios en su estreno. Como guiados por una mano invisible, acabamos todos jugando al Monopoly. Éramos ocho sobre el tablero, el máximo permitido. Dos hispano-daneses, me refiero a los gemelos Sánchez –Hans Christian y Sören–, João y Mario, ambos portugueses, Demis y Kostas, griegos, el propio David y yo.

Mala suerte al principio en el lanzamiento de dados y la extracción de tarjetas. Me quedé algo rezagado de los demás en las dos primeras rondas. A mitad de partida llegaron su madre y una tía suya con la tarta. Para entonces yo ya había remontado bastante y tenía la mitad de la calle azul de más valor, pero no podía edificar porque uno de los gemelos poseía otra de las calles del mismo color. Los demás iban por detrás de nosotros. Hicimos una parada. Tras el desembalaje, velas, mechero, soplidos y corte. La tarta tenía una estrella de chocolate en el centro. Entonces sonó el timbre: había llegado mi padre. Reconocí también el sonido de su manojo de llaves. Se escucharon saludos y risas a lo lejos. Estaban hablando, la madre y la tía de mi amigo y él, de nuestros estudios. Iban acercándose por el pasillo. Seguían sonando sus llaves. Yo los escuchaba cada vez con mayor nitidez:

—El niño será economista, y el primero de su promoción a los veintidós años —afirmó mi padre, expresando dos de sus obsesiones más recurrentes e innegociables—. Después opositará o ingresará en el ejército —prosiguió—, o bien puede que haga el doctorado inmediatamente tras la carrera—. Sus llaves.

— ¿Qué haces aquí todavía, y además vestido aún así? —mi padre, malhumorado, ya en el salón.

Le habían ofrecido algo de beber. Whisky. Tintineo de los cubitos al caer sobre la copa, que ahora se repetían al girarla entre sorbos mientras me esperaba con impaciencia. Algunos de mis compañeros de clase ya habían empezado con la tarta. Quedaba algún corte por hacer y la estrella seguía en el centro. La tía de David fue a seguir repartiendo y volvió.

Aquellos apenas repararon en la presencia de mi padre: estaban al fondo de la mesa, que según recuerdo era alargada, enorme: proporcional al salón y al televisor último modelo de 45 pulgadas. Ahora se estaban repartiendo los refrescos. Esa estrella de chocolate… Alguien puso un casete de Mecano. Yo esperaba que llegase mi turno, a modo de coartada para dejarlo para más tarde, o con suerte poder quedarme en tierra.

—Vámonos ya. O no llegaremos a tiempo —mientras empezaba a girar la copa, de nuevo llena. Se sacó su pitillera de plata, ofreciendo a la anfitriona y a su hermana. Yo trataba de hacerle entrar en razón. Bueno, en realidad sólo lo pensé.

—Niño… —el ruido de los cubitos iba a más. Y la rapidez del giro. Se guardó la pitillera. Y el mechero a juego. Humo.

Opuse resistencia unos segundos, solo unos pocos, hasta que él encontró mi loden.

—¡Niño, que nos vamos! —gritó, terminando de un trago una segunda copa—. Me envolvieron una porción de tarta para poder comérmela por el camino—. Y otra para tu hermana —me dijeron—. Me tocó la estrella.

No me pude despedir de mis amigos. Mi padre seguía regañándome ya en el ascensor, en el que además nos quedamos atrapados durante unos minutos –posteriormente he tenido sueños con exactamente esta misma escena, absolutamente de pesadilla: obligado primero a no poder quedarme, pero obligado después también a no poder salir–. Me estaba ahogando. Por momentos me costaba respirar, como si todo el aire del mundo estuviese fuera del ascensor. Humo. Además, me empezaban a apretar los zapatos. Mucho. Muchísimo. Sin pausa y con momentos de mayor intensidad.

Al llegar a la calle –Arturo Soria, de hecho la misma en la que nosotros vivíamos, a tan solo dos manzanas– mi padre tiró la tarta a un contenedor.

Atasco a la salida de la Carretera de La Coruña. Mis padres iban delante. Yo iba atrás con mi hermana. La estrella del frontal del coche se veía lejana. Constante intercambio de saludos de mi padre con otros conductores en el tramo final. Sonido de cláxones. Sonido “España”y muchos coreando su nombre. Rojigualdas de las del pollo y las flechas por doquier. En noviembre anochece terriblemente temprano. Al natural, la basílica, como el conjunto arquitectónico del que forma parte, resulta atemporal, como perpetrada a espaldas de la Historia.

Llegamos tarde, pero esto no supuso mayor problema, con todo: mi padre tenía plaza reservada en el parking del mausoleo. Saludos nostálgicos, recuerdo mi visión desde contrapicado, “Niño, saluda a los Señores de…”, una y otra vez. También “Niño, presenta tus respetos al Caudillo”, al pasar frente a su losa.

A la salida de misa, estaba lloviendo. De camino al coche, me hice un esguince de tobillo: el suelo de la explanada exterior estaba especialmente resbaladizo y entre piedra y piedra había mucha separación. En la maqueta, el Valle de los Caídos no parecía tan peligroso. Estuve retorciéndome de dolor, en el suelo.

Mientras íbamos al Ruber a que me escayolasen, caí en la cuenta de que llevaba una de las piezas de Monopoly, de hecho una casita azul, en un bolsillo del pantalón. Mordía la casita para lograr soportar el dolor.

Meses después, en julio, recordé la escena del párking, cuando, la misma tarde en que se jugaba la final del Mundial del 82 en el Bernabéu, mi padre decidió llevarme al estadio. No había comprado entradas. Vimos el partido en tribuna. Apenas unas semanas más tarde, cercano ya septiembre, estaba bañándome en una piscina. Sonaban los aspersores. Y los 40 Principales. Mi madre y mi hermana tomaban el sol cerca. Una brisa agradable, suave y cálida embelleciendo nuestro entorno, brindando un aroma perfumado. Estrenaba bañador. Yo hacía competiciones con unos primos míos: a ver quién aguantaba más bajo el agua. Tomaba aire como si fuera la primera vez, cuando me hicieron salir del agua de manera inmediata. Zozobra contrarreloj para todos en medio del caos.

Segundos después recuerdo que entré casi sin secarme, con la camiseta del revés y descalzo, con las zapatillas en la mano, en el coche de unos tíos míos, en dirección todos a Madrid: doscientos kilómetros. Mi padre había sufrido un accidente de tráfico, a la salida del trabajo. Estaba muy grave. Era viernes. Cinco días después me enteré de su muerte por la prensa. Los años que siguieron fueron razonablemente felices.

 

Tomás Sánchez Hidalgo es economista y MBA por el Instituto de Empresa. Ha publicado Construction time again (Amargord, 2019) y en más de doscientas revistas de treinta y dos países, en los cinco continentes.

 

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