En busca de un refugio: la palabra poética como morada

Alan Rico

 

Escribir poesía es siempre una actividad que nos enfrenta con la vorágine del mundo; confrontación que es hoy más necesaria que nunca. Gadamer dice que no podemos olvidar que el ser humano forma parte de un diálogo milenario que se recrea con la escritura; lidiando con lo poético nos instalamos en ese diálogo, lo continuamos. Escribir ahí es retrotraer lo pasado que sigue presente, pero también es renovarlo; la palabra está siempre en espera de regeneración: diálogo que continuamos reiterándolo. Sin embargo, y por más que en lo escrito las voces antañas rondan, la actividad de escritura resulta solitaria, donde el poeta se enfrenta a sí mismo —sus demonios, sus ansiedades y virtudes, su tiempo y su cultura, sus fuerzas y debilidades—; es un doble juego de introspección y exterioridad. Interioridad subjetivísima que solo se abre con la escritura: es escribir-se, y también es ex-presión que evidencia el carácter público del lenguaje y de un quehacer poético. Escribir es una lucha con uno mismo y con el mundo, pero una lucha con lo desconocido: escribir es siempre no-saber. «Escribes. Ignoras todos los conflictos que tu pluma desata a su paso», advierte Edmond Jabès. La actividad escritural es tratar de enfrentarse a lo inexplorado, aguardando que la palabra nos asalte sorprendiéndonos. Así, el poeta, esperando ser hablado por la palabra venidera, nos recuerda la famosa no-identidad keatsiana. Hay algo en la escritura poética que nos permite vaciarnos, dejarnos sin (en la) nada, reitera permanentemente una ausencia; visualmente, ese «sin nada» nos enfrenta al blanco de la página. Blancura abismal donde todo es posible. La página-en-blanco es posibilidad, porque es desierto. Desierto, reitera el mismo Jabès, que es lugar de despersonalización: la página en blanco está habitada por algo que parece ausente. Blancura en la página en busca de habitarse de palabra: llenar esos vacíos, tarea del escritor a través de la palabra que es relieve. La página en blanco como superficie desértica, siempre atemporal; he ahí una metáfora: superficie.

Habitación de lo desértico, la palabra es lugar. En la homogeneidad de la blancura del desierto, la palabra poética nos ubica, primero en sí misma, luego en el mundo, es decir, encontramos al poeta demiurgo. Crea un espacio donde podemos instalarnos. Otra vez Jabès: «La alianza del papel y del vocablo —del blanco y del negro— es del acoplamiento de dos subversiones enfrentadas, una contra otra, en el núcleo mismo de su unión, y cuyas consecuencias paga el escritor». Lo ausente de la palabra, de la frase, al momento de su escritura, se desborda extraviada en la nada de la blancura de la página. Octavio Paz: «el poema no es […] sino lugar de encuentro entre la poesía y el hombre» [sic]. El poema, como lugar, congrega esa relación coincidente y la escritura vista como superficie lo posibilita. La tarea del poeta, en su soledad, es darle superficialidad a esa tierra desértica —en blanco—, a través de la palabra poética, es decir, el escribir da superficialidad a ese vacío blanquecino.

La superficialidad —de superficie y no de superficial— del lenguaje habrá que entenderla no sólo en su forma de terreno, sino también como «publicidad». En esos dos sentidos funciona esta metáfora. Superficie en el lenguaje es también hacer público un sentir, hacer que «salga a flote». Escritura es superficie, es decir, el acto de escribir posibilita al autor a enfrentar su lucha por poetizar en un espacio público. El poeta, escribiendo, revela a sí mismo, y a nosotros los lectores, su mundo y el mundo del lenguaje, «nuestra relación de lectura con el poema debe, como un diálogo, producir sentido participando en él», reconoce Gadamer. Ese es el grado máximo de superficialidad, el hacerlo público totalmente, entregarse a todo tipo de lector. El diálogo se fundamenta ahí: en escribir, en leer, en experimentar el poema y ser transformados por él. La superficie de la escritura nos permite mirar horizontes de sentido en nuestra lectura, metaforizar no como un vagabundeo de ocultación en el sentido, sino como una ampliación del lenguaje.

Llevemos más allá la metáfora del lenguaje como superficie: la palabra poética funciona, a veces, como morada cuando el mundo en el que vivimos se corrompe y nos expulsa, nos exilia. El poeta exiliado es una figura representativa del siglo XX; guerras, genocidios, expulsiones y desapariciones han llevado a muchos poetas a exiliarse. Así, la palabra poética como morada es el desenvolvimiento de aquella metaforización de superficie. Siempre estamos en busca de una morada, pasada, presente o futura: «por los sueños las diversas moradas de nuestra vida se compenetran y guardan los tesoros de los días antiguos», dice Gaston Bachelard. Habitar es una condición necesaria en el ser humano. Siempre andamos en busca de un hogar habitable que nos ayude a comprender el mundo; siguiendo a Emmanuel Levinas, «la morada no se sitúa en el mundo objetivo sino al revés, el mundo objetivo se sitúa en relación a mi morada». Mi morada es mi identidad; desde ese ser-ahí  veo el mundo, desde ahí parto y construyo un sentido.

George Steiner exalta la posibilidad de ver el texto como la «tierra del hogar». La palabra crea. El poema es tierra donde encontramos palabra conocida y desconocida. Entonces nos encontramos en una dinámica de movilidad y firmeza. Donde hay poesía hay movimiento —palabra por demás abrumadoramente utilizada en el mundo de hoy— pero un movimiento que siempre tiende a buscar un lugar donde asirse; por el movimiento poético no hay pérdida total de terreno fijo donde pisar. Si también la palabra es lugar, y uno muy importante, ¿cómo tratar la desterritorialización? El simple hecho de ser seres corpóreos provoca la existencia de un lugar, quizá el lugar: yo. Este «yo» es, probablemente, la morada por antonomasia; yo histórico, social, subjetivo y poético.

En busca de morada, Jean Améry —poeta exiliado por su ferviente antinazismo— nos pregunta cuánta patria necesita el ser humano. ¿Cuánto «hogar» necesitan los individuos para sentirse «en casa», para darle sentido al lugar donde habitan? Así, pues, cuando las herramientas para hacer frente al desasosiego del exilio se agotan, queda siempre la palabra poética; habría que buscar formas para expresarla.

Uno de esos sentimientos de búsqueda provocada por la poesía es la indagación por una morada. La poesía siempre se fundamenta en la creación de casas poéticas donde el ser total (consciente y subconsciente, sentimientos y razones, experiencias e imágenes) se instala. El ser total habita una casa proporcionada por la poesía. El ser habita así, la palabra poética que provee esa casa. Cuando hablamos del exilio, esta habitación se profundiza; cuando una poesía habla del retorno, de la patria perdida, de la memoria, del desgarro, estas imágenes alcanzan una profundización del sentimiento de morada en la poesía. Al perder un hogar, lo poco que queda es buscar sentido en la palabra poética que lo evoca. Un ejemplo clásico es el exilio de Cernuda, La partida:

 

Nada suyo guardaba aquella tierra

donde existiera. Por el aire,

como error, diez años de la vida

vio en un punto borrarse.

 

[…]

 

(Adiós al fin, tierra como tu gente fría,

donde un error me trajo y otro error me lleva.

Gracias por todo y nada. No volveré a pisarte).

 

¿Cómo no sentirse identificado, en un sentimiento compartido, con este poema? Adiós al fin, tierra evoca, sin lugar a dudas, un pasado que ya se ha perdido, pero que por la palabra poética se intenta recuperar. La «tierra» de este poema es fría; la calidez de esa tierra se ha extraviado. Calidez que puede ser la madre, la patria, el cariño, los recuerdos felices. Luego: Gracias por todo y nada. No volveré a pisarte; agradecimiento contradictorio pero sensato a una tierra que le dio felicidades y tristezas, infancia y la posibilidad de evocarla en esta frase poética y que, sin embargo, se pierde en el exilio, quedando solo ese recuerdo perdido. El poema aquí funciona como un lugar de encuentro, primero, del poeta con su experiencia, con su sentimiento, con todo lo que le ha dejado el exilio, es decir, es en el poema donde el poeta halla lugar para su particular exilio. Después es lugar de encuentro en el sentido de que entrecruza el sentimiento, aunque muy subjetivo, del poeta con la experiencia de otros exiliados; este sentimiento queda expuesto en una publicidad que identifica la palabra poética con emociones de un sinfín de personas que experimentaron situaciones parecidas y que, en esta poesía del exilio, se alinean en una vía común.

Habitamos, pues, a través de la palabra poética, nuestro pasado, nuestro recuerdo, pero como todo eso está perdido ya, no hay más que darle sentido de habitación a la misma palabra, al mismo lenguaje que nos evoca esas pérdidas insoslayables. Habitamos la palabra poética en busca de un sentido de pertenencia que pareciera que se ha degenerado en un extravío. Rafael Alberti, poeta español destinado al exilio, lo poetiza muy bien:

 

Estos rumores, estos

leves susurros conocidos

de cielos, hojas, vientos y oleajes

son mis aires mejores, ya felices

o confesadamente melancólicos.

Vuelvo a encontrarlos, vuelvo

a sentirlos tan míos

después de tan alegres y cansados

recorridos por tierras veneradas

que eran mi vida antigua,

la clara vida cuando mis cabellos

al sol volaban libres, sin temores.


 

Aquí están prolongados

en lamentos que fueron mi lenguaje,

en onduladas sílabas o en largas

conversaciones o en subido llanto.


 

Nada como sentirse comprendido,

enlazado, mezclado, arrebatado

por este misterioso idioma de los bosques,

de la mar, de los vientos y las nubes.

Ya es una sola voz, una garganta

sola la que susurra,

la que viene y se va rumoreando.

Uno el sonido del total concierto.


 

Vuelve el poeta al aire de sus aires.

 

«Aquí están prolongados en lamentos que fueron mi lenguaje», dice Alberti. No hay mucho más que argumentar ante tal figura poética. Lenguaje, en esta frase, sustituye lo experimentado en el exilio, además de que evoca la identidad entre lenguaje y lamento; sin aquél, este no estaría poblado de sentimiento, aquí el lamento cobra sentido a partir de que es puesto en el papel. Así pues, es ella, la palabra poética, la que brinda una posibilidad de satisfacción dentro del exilio: «Vuelve el poeta al aire de sus aires», aunque haya exilio, el poeta tiene en el lenguaje su aire natural, donde puede instalarse, sentirse a gusto y significar de una manera particular el exilio que experimentó.

Ahí resulta, pues, más importante esa poesía a partir de formas que inauguran un sentido y otorgan expresión poética al vértigo que significa el exilio. El filósofo Alain Badiou habla de que cuando la filosofía flaquea, la poesía carga con sus funciones de cuidado del ser, a lo cual podemos añadir que no solamente «cuando la filosofía flaquea», sino cuando todo flaquea, cuando todo parece perdido en la vacuidad de la experiencia de exilio, la poesía es un refugio donde el ser puede instalarse y disfrutar a sus anchas de lo que dicha poesía puede ofrecerle: transformación, llanto, sentimientos, emociones profundas, reposo, rememoración, alivio, etc. A fin de cuentas, la poesía aglutina una infinidad de experiencias y ésta puede verse como el hogar cuando hace falta o cuando la cimentación de tal es complicada, ya que ahí nos encontramos cierta certidumbre para indagar en nosotros mismos y, con ello, saber que el texto poético es tierra de nuestro hogar, tierra cuando nos encontramos en el exilio. La poesía es un paso, nosotros tenemos que dar el otro.

 

Obras citadas

Alberti, Rafael, Antología comentada (poesía), Ediciones de la Torre, España, 1990.

Améry, Jean, Más allá de la culpa y la expiación. Tentativas de superación de una víctima de la violencia, traducción de M. Siguan Boehmer y E. Aznar Anglés, Pre-textos, España, 2004.

Bachelard, Gaston, La poética del espacio, traducción de E. de Champourcin, Fondo de Cultura Económica, México, 2004.

Badiou, Alain, El ser y el acontecimiento, traducción de M. del C. Rodríguez, Manantial, Argentina, 2007.

Cernuda, Luis, La realidad y el deseo. (1924-1962), Fondo de Cultura Económica, México, 1995.

Gadamer, Hans-Georg, Poema y diálogo, traducción de D. Najmías y J. Navarro, Gedisa, España, 2004.

Jabas, Edmond, El pequeño libro de la subversión fuera de la sospecha, traducción de S. Martín, Trotta, España, 2008

— , Un extranjero con, bajo el brazo, un libro de pequeño formato, traducción de C. Gonzáles de Uriarte y M. Rivat, Galaxia Gutenberg, España, 2002.

Levinas, Emmanuel, Entre nosotros. Ensayos para pensar en otro, traducción de J. L. Pardo, Pre-textos, España, 2001.

— , Totalidad e infinito, traducción de M. García-Baró, Sígueme, España, 2012.

Paz, Octavio, El arco y la lira. El poema. La revelación poética. Poesía e historia, Fondo de Cultura Económica, México, 2003.

— , La llama doble. Amor y erotismo, Galaxia Gutenberg, España, 2014.

Pereda, Carlos, Los aprendizajes del exilio, Siglo XXI, México, 2008.

Ricoeur, Paul, La metáfora viva, Trotta/Ediciones Cristiandad, traducción de A. Neira, España, 2001.

Steiner, George, “El texto, tierra de nuestro hogar”, en Pasión intacta,traducción de M. Gutiérrez, Siruela, España, 2001.

 

Alan Rico es maestro en Estudios Políticas y Sociales por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y estudiante del doctorado en Sociología de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales por la misma universidad. Ha dado clases en la Universidad Autónoma de la Ciudad de México (UACM), ha colaborado con el Instituto 17, Estudios Críticos en México y recientemente realizó una Estancia de Investigación donde figuró como Guest Researcheren la Universidad de Leiden en los Países Bajos. Es parte del grupo de trabajo académico Onderzoekers Latijn Amerika (OLA) Dutch PhD Forum on Latin American Studies en los Países Bajos.

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