Alejandra Szir
Uno bordó, otro amarillo y dos más, el muy pequeño y aquel más alargado. Rosa había pasado los primeros veintiún días de la cuarentena sin poder pintar y de pronto le salieron revólveres, no entendía por qué.
Pero antes, mucho antes, Inés vio al primero en la calle. Era rojo o bordó, no medía más que cinco centímetros, tenía una forma muy geométrica, austera; cuando se agachó se dio cuenta de que no era una mancha de sangre seca, que era un revólver, y lo miró un instante y, sin pensarlo, decidió guardarlo en la cartera. Inés siguió caminando más rápido, el calor de la mañana ya lo inundaba todo y entró al estudio. Todavía no había nadie: Ramírez llegaba a las nueve y el resto, la secretaria, Volpini y Bonato, a las diez. Se puso a terminar los árboles que le habían pedido. El cliente llegaría a las once.
A dos metros de distancia, con una bolsa de compras, listas para mostrarle al policía que nunca llega que no estamos caminando por caminar, que nuestro desplazamiento tiene un objetivo. A veces veo en ella el presente: siempre enérgica, a pesar de los años, todavía trabajando y con proyectos. Me produce ternura su falta de peluquería y manicura, ahora es un poco como cuando era joven, descuidada. Mi amiga Inés, mi amiga de toda la vida, la persona más ambiciosa que conozco, la más insegura, la más agresiva cuando se deja llevar por su desconfianza ancestral, la de siempre. Somos frágiles, yo ya tengo ochenta y dos años, ella setenta y nueve. Pero estas caminatas y las charlas es lo único que está permitido en la cuarentena, o más bien que se tolera, disfrazado de otra cosa, con la bolsa de compras a mano que prueba que hemos salido de casa por una necesidad vital. Si nos paran, vamos a negar que nos conocemos y que estamos conversando, aun a distancia.
Inés empezó a encontrar revólveres en cualquier punto de la ciudad: cerca de su casa, en el barrio, cerca del trabajo en Diagonal Norte, en pleno centro. A pocos metros del poste que indicaba la parada del colectivo. En las galerías del subte. Volvía de retirar los planos para un proyecto de renovación y, saliendo de la línea C, vio un revólver naranja y dorado, casi invisible sobre las baldosas. Si bien le faltaba el gatillo, parecía nuevo. Volvió a guardarlo en su cartera, ya había colocado los hallazgos anteriores sobre la repisa de la biblioteca. No entendía cómo la gente que pasaba por allí no lo había visto, que ella fuera la única que los advertía. Tampoco la miraba nadie cada vez que se agachaba para guardarlos, en esta ocasión algo incómoda, sosteniendo los planos. Inés se hacía invisible igual que los revólveres, como si no existieran.
Pero ella sí quería que la notaran. Y eso pasaría, aunque no lo supiera todavía. El primer paso estaba por darse: con otras dos compañeras de la facultad estaban pensando en asociarse y empezar un estudio. Rosa no quería ser arquitecta y no quiso acompañarlas. Casi no había entonces arquitectas mujeres, las que había se escondían detrás de iniciales y apellidos que sugerían un hombre cuando en realidad se trataba de una mujer.
No se podía quedar en el estudio donde estaba ahora, seguiría pintando arbolitos. Había que arriesgarse. No, no era un verdadero riesgo, era ser ella. Para Rosa también, que se dedicaría a la pintura. Sería posible, eso sentía y no se equivocaba. Después de muchos años primero Rosa obtendría un prestigio que resultaría, al final, menos sobresaliente que la fama de Inés. Todavía ignoraban el futuro, lo que les esperaba. Solo era claro para Inés que la aventura del estudio propio era posible: pedirían un crédito y además una de las futuras socias había conseguido que su padre quisiera ser garante.
—Te veo triste, ¿estás bien?
Inés me mira con preocupación. Hago un gesto con las manos como borrándola. Sonrío debajo del tapabocas y ella parece hacer lo mismo. Quiero hablarle de los revólveres pero no puedo, me parece un tema denso, siento que no estamos para eso.
—Es que todo va demasiado lento. Estoy podrida de la cuarentena.
—Sí. Yo también.
Se acerca alguien caminando por la vereda hacia nosotras, un muchacho joven con una mochila.
—¿Y ese boludo por qué no cruza?
Le grito «¡Dos metros!», él asiente y se corre, pero siento una agresividad inexplicable y ganas de abrazar a Inés y de pegarle al tipo de la mochila. Y me acuerdo del sueño que tuve anoche: los revólveres en la biblioteca del departamento anterior de Inés, donde vivía antes de mudarse, a mediados de los ochenta.
Después llegó Rosa, estaba la situación cada día peor y se enojó con Inés porque había guardado los libros de Mateo: La estrategia de la guerrilla urbana, Guerra de guerrillas, El capital…
—Esto no puede ser, si ven esto vas presa —y puso los libros en una bolsa y fueron en coche a un baldío del otro lado de la ciudad. Era de noche, era sospechoso que anduviéramos así, los libros en el auto eran más peligrosos que en mi casa. Tiramos la bolsa por la ventanilla, casi sin detenernos, y Rosa aceleró de golpe y yo le dije que parara porque, yendo tan rápido, nos hacíamos notar, la policía nos detendría.
Miro a Inés a los ojos y le digo:
—Te tengo que preguntar algo. Me acordé de que vos tenías una colección, unos cuatro o cinco revólveres muy chiquititos, miniaturas diría y los exhibías en tu biblioteca.
—Estás confundida, yo nunca tuve revólveres, con el miedo que tenía, es algo que jamás habría hecho.
—Es que tengo ese recuerdo. Larisa jugaba con ellos cuando íbamos a tu casa. Y en el ochenta y seis, cuando te mudaste, te dije que me parecía una locura, y te reíste y dijiste «Sí, qué loca, revólveres» y los tiraste, los tiraste a la basura.
—Tal vez, ahora que decís, hubiera armas, de Mateo.
No insisto.
Después hablo por teléfono con Larisa que también se acuerda:
—En la biblioteca todavía tiene uno de empuñadura de madera y caño plateado.
Con las restricciones no puedo ir a su casa y comprobarlo; tampoco sé si es buena idea preguntarle de nuevo.
—Creo que hace mucho me dijo que en la época del golpe se encontraban de a montones, en la calle. No sé si usó la palabra «golpe» —sigue Larisa.
—Es raro, yo pensé que los había tirado en la mudanza, pero capaz que guardó el de Mateo.
—¿Por qué lo haría?
—Para acordarse. Aunque ahora no lo recuerde. Y yo tampoco. Me olvidé de muchas cosas de esa época. De los revólveres me había olvidado y de pronto volvieron. No sé por qué me acuerdo ahora de la dictadura. Tal vez sea por la sensación de peligro. O porque somos hoy el grupo de riesgo y entonces también lo éramos. Antes por jóvenes, ahora por viejos. No son cosas que se puedan comparar y, aun así, se compara, automáticamente, sin pensarlo, aparece una cosa frente a la otra.
Ese grupo o comunidad que se ve reducida a un mínimo indispensable. El resto de la gente no es confiable. Mi pequeño círculo: mi gatita Jacoba, mi hija Larisa que me trae comida y a la que ya no puedo abrazar, Inés, el portero, el quiosquero que me guarda mis cigarrillos favoritos y… esto ya no lo dije, estoy pensándolo y tal vez por eso me concentro especialmente en Inés. Cuando esto empezó yo no podía pintar. Y después los revólveres y el pasado. Busqué las fotos. Reconozco a Inés, la polera marrón que siempre llevaba, el pelo corto, desprolijo, los ojos chispeantes, irreverentes, y yo con el pelo largo, un vestido hippie con cintas y flores, que años después Larisa se pondría para jugar y terminaría rompiendo. Fingimos que estudiamos, estamos en la casa de mis padres, como en un escenario demasiado acartonado para nosotras. Y pienso en el después, el miedo, las persecuciones.
Sigo viva. Rodeada de muerte, sigo viva. Tengo prueba de esa muerte pero no guardo los revólveres por eso. Son una forma de construir una defensa, un muro alrededor porque con los libros no alcanza o porque por los libros que faltan, que tuve que tirar, se filtra el afuera, la amenaza. Me gustaría que viniese la revolución sin traerla de los pelos, apuntándola con estos revolvercitos ridículos, casi de juguete. Me hubiera gustado que la revolución llegara sola, sin tener que transformarse en defensa propia. Esta utilería de la guerrilla urbana en mi repisa, no puede hacer nada frente a armamento más sofisticado, nombres que desconozco y no quiero aprender, ni frente a los tanques, aviones, tira bombas, ni frente a dictaduras ni imperios. Pero puedo escribir y juntar armas y dibujar y no animarme a decir «te quiero», me dejaste para liberarme, vos y tus compañeros, y a mí me queda el deber de llorarte, cuando llorarte no sea otra forma de subversión, también ahora, aunque sin lágrimas. Te quise y no te seguí. El vacío se llena con objetos.
Rojo, naranja, plateado, plomo. Eran varias, seis tal vez, pero solo recuerdo tres armas y en forma borrosa. Son materia prima de algo, pero ¿de qué? Ahora están mejor delineadas y en hilera en un estante. Cada color, cada pequeñez, brilla y resalta frente a los libros grises, blancos, de palabras negras y rojas, y cada puerta blanca, pared y plancha de madera pintada de blanco. Larisa los mira y los ordena en fila, junto a otros adornitos, unas mamushkas rusas, unos hongos mexicanos de papel maché con dibujos de animales medievales, piedras y caracoles de la playa. Inés me muestra unos planos que va a mandar a un concurso y los conversamos. Yo ya no quiero ser arquitecta, de alguna manera no encajo con eso, no me importa de qué voy a vivir porque eso nunca me importó, lo que no podía era dejar de pintar. Nos miramos agradecidas la una a la otra, de qué no sé, de la amistad, le dije «Gracias, Inés» cuando me puso más café en el pocillo, terminando la última gotita de la cafetera italiana y entonces golpearon la puerta muy fuerte y una y otra vez y no esperaron a que abriéramos y entraron, un ejército de hombres uniformados y armados hasta los dientes. Larisa se nos acerca y nos da un revolvercito a cada una y apuntamos a eso, a los hombres que no pueden ser hombres, que solo cumplen órdenes y que vienen a eliminarnos porque somos una amenaza para algo o para alguien o no, no somos, ellos creen eso, porque en realidad vinimos a pintar, vinimos y todavía no sabemos para qué, y acá estamos intuyendo que nuestro egoísmo es generoso. Apuntamos y, para nuestra sorpresa, los revólveres disparan. Seguimos vivas.
Alejandra Szir (Buenos Aires) escribe poesía, ficción y ensayos, y traduce del neerlandés. Recientemente ha publicado Hermanatria (con María Ester Alonso Morales, 2020), y la selección y traducción de poesía de Mustafa Stitou para la revista Atonaal 5. Poeta y silencio (2021).